El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 23 de octubre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (PARTE V)









Se suele decir que "por un garbanzo no se estropea el puchero". El negocio estaba claro, y si alguno no quería enterarse, ése era yo. Y por supuesto no iba a resultar un obstáculo para el plan, aunque sin mí no fuera posible tampoco. 
¿Cómo decirme que no? Eso era tan poco factible como explicarme que en la península un cuarto de kilo de hachís valía más de veinte mil pesetas, y que clientes no iban a faltar en las maniobras. 
Pertenecía a la pandilla desde el principio y estaba al corriente de cada cosa que ocurría. Me había destacado dentro del orden militar por mi "pasotismo" rebelde, lo que me costaría caro a la larga, aunque por entonces me granjeaba amigos y conseguía que de forma vanidosa, y apenas sin darme cuenta, me sintiera como un icono dentro del grupo. En realidad sólo era un ignorante engreído, que creía conocer la vida lo suficiente como para poder optar por cualquier camino que deseara.

Conocía sobradamente aquel coche endiablado, el famoso Honda Civic de color gris metalizado de nuestro colega el Caballa. En él cerramos el trato. Fue una tarde de invierno, estacionados frente al paseo marítimo cerca del puerto deportivo. Creía entonces haber ganado la mano, aunque en realidad sólo comenzaba mi declive. Y no podría echar la culpa a nadie por ello, pues mi falta de cálculo al tratar de manejar una situación que me quedaba grande, me había llevado a ser demasiado confiado. Llegué a convencerme de que tenía el control cuando mi oposición a realizar el plan en los términos que se nos proponía consiguió poner de mi lado a la mayoría de los participantes y forzar un acuerdo para cobrar en metálico una parte del porte. Todo ello después de graves tensiones, que estuvieron a punto de dar al traste con el plan y que, por primera vez, pusieron a prueba la relación de confianza que existía entre nosotros. Por lo que nada más lejos de la realidad mi convencimiento. Allí se había formalizado lo que sólo estaba en mi cabeza, nada más. Chimeno y el Caballa ya sabían como manejarme. 

Pocos días antes, el Caballa y yo tuvimos un encuentro que, aparentemente, no tenía nada que ver con el negocio que traíamos en las manos. Fue Chimeno quien nos puso en contacto. 
Una chica con la que había iniciado una relación no culminada meses antes de partir a la MILI, me mandó por carta - correo internacional se llamaba entonces - medio "tripi" (ácido lisérgico) desde Londres, donde pasaba los veranos de turista trabajando en los hoteles. Ceúta era una de las puertas de entrada a España del hachís procedente de Marruecos, pero las drogas como el LSD que llegaban desde el norte de Europa eran difíciles de encontrar. Aquello para Chimeno supuso una oportunidad de oro cuando se enteró, pues por entonces yo significaba una china en el zapato de sus planes. Él llevaba mucho tiempo tratando con el Caballa; yo sólo le conocía porque había pertenecido a nuestra compañía; nunca antes había tenido contacto con él. Chimeno me pidió compartir el ácido, a lo cual accedí, pues no me apetecía para nada iniciar el "viaje" en solitario. Pero al día siguiente me comentó que el colega Caballa estaba interesado también, y que si no me importaba compartirlo con él. Sabía de las paranoias que provocaba el ácido y que era una droga para experimentar acompañado, más, en un sitio tan cerrado como Céuta, por lo que accedí de nuevo a su propuesta.  
La intención de los dos era sondearme, y si me negaba, crear un conflicto que me apartara del trato. Y así fue como una tarde fría y gris cortamos en dos el diminuto triángulo de papel secante decorado con un dibujo de "Superman". Supongo que de aquel modo yo gané su confianza y él la seguridad de que no sería un obstáculo a sus propósitos.
Contar como fue aquel viaje es "harina de otro costal" y quizás no venga al caso. Sólo decir que el lugar donde lo hicimos era el más infecto y apestoso de todo Ceúta, los basureros. Y que terminamos dando saltos con el coche por los confines de tan vasto territorio.

  
Aquellas podrían haber sido unas maniobras memorables para mí, pero mi carácter testarudo se interpuso entre lo posible y lo inevitable provocando una derrota innecesaria, que de otro modo - nadie me obligaba a estar en el negocio - podría haber resultado algo positivo. Pero el afán de llevar siempre las cosas a mi terreno, utilizando para ello la retórica de mis planteamientos con el objetivo de atraer la decisión de los demás, me había conducido demasiado lejos. Estaba dando, - sin ser consciente de ello - un paso de liderazgo que ponía en peligro las reglas del juego dentro del grupo.

Chimeno y Mellizo habían llevado siempre la voz cantante en las cuestiones relacionadas con el hachís, en torno al cuál giraba nuestra coexistencia. En sus bolsillos abundaba el dinero y eso lo posibilitaba todo. Mellizo había probado el sabor de la derrota y se mantenía siempre en un segundo plano, pero Chimeno, seguro de su posición de influencia en la pandilla, no estaba dispuesto a retroceder un milímetro. El negocio pasaba por sus manos y no permitiría intromisiones en sus planes. Al contrario que yo, tenía claro que la lealtad no se puede garantizar, que es fácil comprar cuando lo que medran son intereses económicos y particulares. Él era quien tenía algo que ofrecer; yo no tenía nada. Me costaba un triunfo fumar todo el mes, con el dinero que me llegaba de casa apenas cubría los gastos durante la primera semana. Chimeno no tenía problemas de dinero. Cuando salía de paseo se cambiaba en el bar que había a la vuelta del cuartel y hacía sus visitas como cualquier paisano. Yo apenas me molestaba en salir, y lo hacía sólo para suministrar mi vicio, por lo que cambiarme de ropa no me resultaba atractivo. Ya me molestaba un rato tener que ponerme la ropa de "bonito", cuanto más para andarme cambiando otras dos veces.

Pero a Chimeno le sobraban razones para cambiarse de ropa cada día. El dinero es algo que nace para moverse y que desde el bolsillo impulsa la voluntad de quien lo posee. Es imposible retenerlo sin que perjudique a los propios intereses, pues para él, el bolsillo es sólo una celda abierta a la que poder regresar para descansar un tiempo. Por ello que es necesario aflojar sus riendas; sólo de esa manera es posible controlarlo para que retorne de nuevo.

Un día aparecía con un reloj deportivo ultimo modelo. Al siguiente nos enseñaba a todos el cordón de oro y la esclava de plata que se había comprado. Otro, llegaba con un enorme equipo de música que ponía "a tope" para que se oyera en toda la compañía en el tiempo de descanso; o con la última camisa, pantalón, chaqueta o corbata que adquiría a medida en alguna de las boutiques que existían en Céuta. Recuerdo que le gustaban las corbatas.  Siempre se presentaba con gran vocerío y dándose importancia, como si pretendiera que todos se enteraran. Pero todo tenía su razón. Las alhajas y la buena ropa las utilizaba para impresionar a quienes con él trataban de negocios y a las putas que frecuentaba en los prostíbulos. Un domingo por la mañana montó un esperpento monumental en los baños de la compañía cuando se afeitaba las partes íntimas por haber contraído unas ladillas, cosa de la que nos enteramos todos los presentes gracias a sus exclamaciones y juramentos en voz alta. Después, tranquilamente, salió desnudo de los baños hacia su litera entre carcajadas propias y ajenas, mientras lucía sus atributos y nos invitaba a comprobar si aún quedaba en ellos algún inquilino molesto.
Tenía buena planta. Su cuerpo era robusto y bien formado. En el rostro, no demasiado agraciado, destacaban grandes y carnosos labios que cuando se abrían dejaban entrever una dentadura echada a perder por la piorrea temprana, cuya oscuridad trataba de disimular con un diente de oro que daba cierto brillo a su sonrisa.
Dos grandes ojos verdes, inquietos y controladores, lucían por encima de su nariz ancha, ligeramente respingona; y un pelo rubio y revoltoso, al que mantenía a raya con periódicos cortes, cubría su cabeza. Tiraba una aire al Mick Jagger, el vocalista de los Stones. Además era un tipo extrovertido que se mostraba y movía con desparpajo, que no se cortaba con nada ni con nadie, y que imprimía un ritmo frenético y desenfadado a su vida. Eso sí, controlando al máximo su relación con el alcohol y otras sustancias que no fueran hachís.
Cuando sonaba con fuerza la música en el barracón, todos sabíamos que Chimeno se encontraba allí. Era su forma de comunicar a los clientes que el mercado estaba abierto. Empezó siendo nuestro principal proveedor de hachís dentro del cuartel, pero sus tentáculos llegaban más allá de la compañía. 









Después de lo ocurrido con la entrega, todas mis iras se volvieron hacia él, que trató de evitarme en la medida que le fue posible. Pero al final, tras mi insistente petición de explicaciones, me esquivó diciendo que todos pasábamos por la misma situación. Y que no me preocupara, pues si todo estaba correcto, no habría problema para cobrar.
No me quedaba otra que dejarlo correr. 


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