El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 6 de septiembre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (Parte II)






-Todavía era de noche cuando desembarcamos en Almería. Formamos la compañía en el muelle frente al ferry con las demás fuerzas transportadas de nuestro regimiento, algo más de la mitad.
Allí pasaríamos la última revista antes de ser trasladados hasta las estribaciones del desierto de Tabernas, famoso en el mundo entero por ser uno de los escenarios naturales de Hollywood, donde sus maestros rodaron algunas de las mejores películas de cine de todos los tiempos.
Sabíamos que el registro era rutinario, para cubrir expediente, pero nadie nos había hablado de perros. Sí, perros de la "policía nacional" adiestrados para detectar contrabando de estupefacientes.
Botijo parecía más tranquilo, que por dentro llevaría su calvario, pero a Chepo y a mí nos podía la intranquilidad que nos trajera la presencia de los perros en la revista que estaba a punto de realizarse. Supongo que a mí se me notaba algo menos, debido al disfraz con el que escondía mi rostro.  Los veteranos me llamaban Lennon porque usaba gafas redondas con cristales ahumados y entonaba canciones con una vieja guitarra española con la que un día me presenté en el cuartel.  Después me dejé unas barbas largas y descuidadas que se comían mi cara estrecha afilando más la figura menuda y frágil de mi cuerpo, por lo que, además de por mi comportamiento despreocupado y mi afición al cannavis, los colegas empezaron a llamarme "Hippie". 
Miré hacia atrás, a unas tres filas más a mi derecha. Allí se encontraba, sonriente como siempre, Mellizo, por detrás de Domenec. Y otra fila más allá, dos puestos por delante, Chimeno haciéndose notar entre quienes le rodeaban con su lenguaje socarrón, como era su costumbre. Eran, junto con Javi el "Madriles", que se encontraba en otro punto más lejano de la formación, el resto de la cuadrilla que participaba en el affaire.

Cuando las compañías terminaron de agruparse a lo largo del muelle, el cornetín sonó a toque de firmes. El ruido de las armas al tomar posición, y el taconazo de rigor de casi un millar de soldados, resonaron al unísono en el puerto. El operativo de mandos y la representación de la policía nacional pasaron revista visual a la tropa. Una vez revisada la formación y comprobada la profundidad de filas en las compañías, se nos ordenó dejar el armamento y el material del equipo en el suelo, dar media vuelta y avanzar en dirección contraria hasta quedar desdobladas las compañías: el material por delante, y por detrás los hombres que las componíamos separados por un pasillo de seis pasos. A la orden de media vuelta volvimos a mirar al puerto.
Chepu y yo respiramos aliviados al comprobar que la maniobra era puro trámite y que afectaba sólo al material, no a los individuos ni a lo que sus cuerpos portasen. El ejército protegía a sus hombres, sólo de él dependía su inspección; y ésa la habíamos pasado antes de salir de casa.
Los perros, atados a sus adiestradores, olfatearon una por una las compañías de avituallamiento sin mirar tan siquiera para nosotros.












Todo había quedado sellado una noche de invierno en la sala de vídeo del barracón de la compañía, una zona habilitada para tal uso al fondo del mismo y amueblada con varios sofás y sus sillones respectivos, una mesa baja de salón con tapa de cristal, y un equipo nuevo de vídeo VHS sobre una mesa alta con su televisor. Chepu y yo habíamos salido aquella tarde de paseo para cambiar las películas de vídeo y suministrarnos de hachís.
Fue una noche memorable. Éramos ya veteranos y monopolizábamos la estancia por completo (nuestro regimiento sólo admitía juntos dos reemplazos, por lo que el último estaba seis meses esperando al siguiente para despedir a sus veteranos y recibir a los nuevos chinches), sobre todo después del toque de retreta. A partir de entonces, y hasta bien entrada la madrugada - muchas veces se daban las tres sin habernos ido a dormir -, la sala estaba habitada por nuestra cuadrilla, la cual se componía de una docena de individuos, más o menos, a quienes unía la afición por el humo de hachís.

Mellizo estaba dispuesto a arriesgarse otra vez, aunque su temprana subida de permiso a Madrid, de donde era natural, se hubiese saldado con un fiasco serio que truncaría su escalada de trapicheo y su situación de privilegio en el ejército. Como Chimeno, pertenecía a un comando especial de nuestro batallón, y de chinches fueron destinados como relevos al Peñon de Vélez. Allí participaron por primera vez como "mulas" en el transporte de hachís de la mano de veteranos.
Aquella "movida" - como decíamos entonces - o aquel trabajo, si queremos llamarlo así, resultó un éxito para ellos, por lo que, aprovechando el enlace, pretendieron ir más lejos para sacar tajada por su cuenta.
A su regreso, Mellizo organizó un transporte para sus colegas en Madrid. Para ello solicitó unos días de permiso.
Debió "dar el cante" en el tren - era un poco bocazas, por enterado -, o quizás, alguien lo delató antes de salir de Céuta con algún extraño interés. El caso es, que justo al poner los pies en la estación de Atocha, fue detenido por una pareja de la policía secreta que lo esperaba en el andén.

Para Chimeno, el plan no dejaba lugar a las dudas sobre su seguridad. No volveríamos a tener otra oportunidad así si la dejábamos pasar. El beneficio estaba asegurado, puesto que cobraríamos en especie; o sea, en mercancía.

A mí, precisamente aquel detalle era lo que menos me gustaba del plan: un cuarto por subir un kilo de hachís a la península; en forma de placas y pegadas al cuerpo con esparadrapo.
Planteé además que, desarrollándose las maniobras demasiado pronto - en primavera antes de la Semana Santa -, para los que éramos del norte y deseábamos coger el mes entero de permiso por estar demasiado lejos, el beneficio se resumiría en tener para fumar un tiempo, nada más. El argumento tenía un peso aplastante, el plan suponía demasiado riesgo y poco beneficio, y en ello había mucho de mi reticencia a participar en el proyecto, que en el fondo me daba miedo, aunque hiciese todo lo posible por ocultarlo a mis compañeros. Domenec y Chepu reconocieron que llevaba razón, que el peligro era muy grande porque regresaríamos con parte de la mercancía al cuartel y eso suponía otro riesgo añadido. Andar todo el día con doscientos cincuenta gramos encima, hasta consumirlos en el cuartel, era otra jodienda.
Botijo callaba. Mientras, los porros que se hacía sin cesar, junto a la botella de Whisky de Javi, circulaban alrededor del corro formado en la sala. Chimeno, que había organizado el trato con un "caballa" (natural de Céuta) licenciado recientemente en la compañía, se sintió por un momento atrapado, con el acuerdo que se prometía tan fácil en el aire, por lo que me preguntó:

- Entonces, ¿no hay trato? Según tú, ¿cuál sería conveniente?

- A nosotros nos viene bien tener dinero; para salir con algo de aquí es fundamental. Además el riesgo que correremos lo merece, y con dinero podremos hacer nuestras movidas cuando subamos de vacaciones. Lo suyo serían cincuenta gramos a cada uno para fumar en maniobras - como siempre, de listo - y el resto en dinero. Unas veinte mil pesetas. Después con su dinero, cada uno que haga lo que quiera.

- No estaría mal -. Afirmó Botijo, después de echar una bocanada de un porro que tenía en la mano.

Chimeno, más que vencido se sintió contrariado, pues mi posición proponía una mejor alternativa, aunque para ello fuera necesario negociar. Pero él sabía que no había nada que negociar, por lo que miró a Mellizo, que escabulló el bulto buscando el baso de cubata que guardaba tras el sofá. Con todo ello Chimeno dio el tema por zanjado y se unió al grupo en la opinión, aunque en el fondo ocultaba otros planes.

Los porros y el whisky habían hecho su efecto y estábamos eufóricos. La camaradería con la que nos rodeábamos hacía que todo fuera agradable y desenfadado, y la confianza que nos otorgaba nuestro grado de veteranos, que no tuviésemos pudor por expresarnos en nuestras cosas como si estuviéramos en casa. ¿Qué digo? Mejor que en nuestra casa.

Todo terminó con la visualización de una película que provocó en nosotros tal desmadre, que el resto de la compañía no durmió aquella noche hasta que nosotros lo hicimos. La película en cuestión se había estrenado el año anterior y se titulaba La Vida de Brian.
Como decirlo: nunca un trato empezó de mejor forma. 










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