El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

sábado, 17 de enero de 2015

ANTE FRONTERAS, SERENIDAD.








Desconsolado y convulso miró adelante en el tiempo y calculó sus posibilidades. Aún era joven, pero no lo suficiente como para repetir muchas cosas. Era duro reconocerlo, pero había pasado su momento. Ya no estaba para descubrir mundos nuevos y entregar en ellos lo necesario; no por falta de ambición, sino por fuerzas. Fuerzas que le arrebataron los años sin aliados en la lucha, sin otros que acompañaran su carga pesada, el afán por no morir en cada intento de supervivencia .

¿Cuántos, veinte años tal vez?¿Acaso menos?  ¿Quizá más?¿Cuántos le quedaban por restar a la vida para otra vez partir de cero, para recomenzar de nuevo? - pensaba -. 
¿Pero qué?¿Cómo? Para él todas las puertas se habían cerrado de pronto y dudaba de si sería para siempre.  El mismo tiempo se escurría día a día, instante a instante entre sus manos sin obtener respuestas; siempre esperando un nuevo golpe del destino, cada vez más incierto, cada vez más abocado a la cercanía de la muerte.
Mirarse en el espejo era verse envejecer en la nada de la inutilidad, en la que se sentía atrapado como un reo que espera la sentencia peor, la definitiva; abocado a la violencia interior, a la desesperación y a la locura. 
Veinte años no eran nada - se decía -, pero convertidos en condena mortecina suponían una eternidad angustiosa.
¿Que podía hacer? Apenas se reconocía, todo había cambiado; en él sólo quedaban los trazos que deja el paso fugaz y doloroso de la vida.

Con todas sus fuerzas se resistió a quedar apartado, a ser uno más de los retirados en mitad del juego como algo inservible y caduco; y se consoló al pensar que otros luchaban por él ahora, por lo que representaba, que no era otra cosa que aquello que siempre había defendido: la vida.

Vida tras vida, muerte tras muerte; cielo e infierno entre medias y un sentimiento pasional poderoso, vital. Eso era él, lo que significaba para quienes lo amaban. No se derrumbaría, ahora que los retoños crecían vigorosos en su tronco, de su savia. Se repondría otra vez, pero no para volver a empezar como siempre había hecho, sino para terminar lo que se impuso y que el destino rasgó de golpe, dejándolo colgado por un hilo existencial en el vacío abismal del porvenir.
 Y comenzó desterrando el desánimo, la desconfianza en sus posibilidades, la frustración de su soledad, cuando miró a su alrededor sereno y sin ansia; para ver a los suyos continuar su camino con tesón mientras le defendían como a una reliquia, como a un valor seguro del que él se había permitido dudar. 




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