El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 3 de marzo de 2013

UN SALTO CUALITATIVO.




- Se abrieron las puertas de la ciudad de par en par dando paso al séquito del Rey, que salía a recibir a su hijo amado; aquel que tiempo atrás partiera buscando la otra parte de la verdad, oculta más allá de los muros del palacio.

Había regresado, pero sólo estaba de paso. No volvía tras las riquezas que un día abandonara buscando encontrarse con el dolor vedado a sus ojos jóvenes y privilegiados, ojos de príncipe: el dolor de la vejez, de la enfermedad y de la muerte, que vio torturar a todos los hombres por igual sin distinguir entre clase y condición, y al que esperaban sumisos. Él se impuso superar el dolor, pues después de que sus ojos lo descubrieran, pesaba como una losa en su mente y dejaba a oscuras su entendimiento. De pronto se encontraba ciego en un mundo iluminado.




Ahora volvía tras sus pasos en su eterno errar por la tierra, después de haber impuesto su voluntad al dolor, al cuál condenó a la tortura de la comprensión que anhelaba, que trató de hallar primero en otros que le precedían y que sólo en sí mismo encontró.
Había partido como un mendigo, sin otra cosa que una túnica amarilla que cubría su cuerpo, y en soledad; y volvía acompañado de una legión de seres que seguían sus pasos silenciosos.

El Rey mandó emisarios con los mejores presentes para agasajar a su hijo amado y atraerlo de nuevo a su lado, pero él se negó a reconocerlos, pues aquella era una vida superada; importante sí, para su comprensión de las cosas, pero no definitiva, y aún no se había diluido su ser en el cosmos para ser inmortal, insensible al dolor.

Cuando el Rey recibió su mensaje, un frío y helado dolor se adueñó de su corazón y no fue capaz de resistirlo. Ordenó retirar su séquito y volver a palacio, donde se encerraría a solas con su dolor hasta el final de sus días.




Muchas generaciones después, otro hombre sintió la misma llamada. Una mano tocó su hombro por detrás, y al volverse para ver quien lo reclamaba, escuchó de sus labios una pregunta:

- ¿Acaso no me reconoces, hijo? Soy tu madre. Han venido también tus hermanos. ¿Es que has olvidado a tu familia?

En aquellas palabras se reconocía la angustia y el sufrimiento de una madre que trataba de recuperar a su hijo, que sentía su fin inevitable y que no podía soportar el dolor de no estar a su lado.
Él le cogió el rostro entre sus manos, y acercando sus labios, besó su frente. Después se volvió hacia la multitud que lo acompañaba y que esperaba también su respuesta. Una legión de desheredados, de parias de la tierra, de hambrientos de pan y justicia que encontraban consuelo y caridad en sus palabras; que a su lado no sentían miedo ni angustia por el porvenir, pues en su fantástica realidad de amor todos eran iguales.

- Mira, ¿les ves? - dijo a su madre -. Ellos me necesitan tanto como yo a ellos. Ellos son mi sentido y yo su esperanza. Ahora son mi familia. Ahí están mis madres, mis padres y hermanos, mis parientes y conocidos, y a todos les une mi amor por ellos.

Ella se volvió llorando hacia él y apoyó el rostro en su pecho; después levantó sus ojos bañados en lágrimas, y buscando los de su hijo, exclamó:

- ¡ Hijo, deja que vaya contigo!

Él la Apretó más fuerte contra su pecho y le dijo con dulzura:

- ¿Cómo no, madre?



  

  


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