El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 9 de marzo de 2012

EL MENSAJE DE LA BOTELLA.




Escrito en sucio papel, dentro de una botella de cristal, había llegado por fin después de atravesar en soledad un océano tempestuoso, alborotado por la gran tormenta que lo zarandeó sin compasión hasta hundirlo en sus simas más profundas, elevándolo después sobre el cielo tenebroso y colérico, en eterno vaivén.
Y tras sobrevivir a su furia, llegaría la calma mortecina, implacable de un mar sin movimiento, donde el tiempo se perpetuaba en asfixiante monotonía bajo el rigor del sol aplastante, que con su luz asesina pretendía incendiar el papel tras el cristal. Como si quisiese acallar la única voz, la última señal de vida bajo en firmamento estático, inamovible, pintado de mar.
Apareció entonces una brisa suave que trajo de nuevo el movimiento de forma apenas perceptible, y que erizó por un momento la piel de la mar dormida, sobre la que se hacían pompas las primeras gotas, que como lágrimas, caían dispersas de un cielo que comenzaba a cubrirse de nubes grises.
La lluvia fecundó la mar estéril y regresaron los vientos a favor de su deriva. Y cuando a lo lejos surgió la nueva costa que ganaba espacio al mar, temió estrellarse contra las rocas del acantilado y desaparecer inútilmente, pero el suave oleaje lo acercó lentamente hasta una cala pequeña, donde un niño jugaba con su perro.

El niño comenzó a lanzar piedras en su dirección, mientras mandaba al perro adentrarse en el agua para coger aquello que llamaba su atención y que se resistía a llegar a la orilla impacientando su interés. Las piedras caían amenazantes a un lado y al otro, pero una voz que lo increpaba desde la distancia detuvo al niño en su juego. Era la voz de su abuelo, que viendo lo que hacía, se acercaba prudente entre la rocalla esperando que el náufrago arribara salvo a la playa.
Con su bastón lo acercó a la orilla hasta que varó en la arena, de donde lo recogió.
































- ¡Abuelo, abuelo! - le decía el niño - ¿Qué tiene, que tiene?
- Sólo es un papel, un mensaje mandado en una botella. Nada más.
- Pero, ¿qué pone abuelo, qué pone?
- Espera, no seas impaciente, deja que lo saque primero. Tendré que romper la botella, no alcanzo a cogerlo -. El abuelo rompió la botella contra los guijarros de la orilla, y tras recoger del suelo el papel enrollado en sí mismo, lo extendió en sus manos.
Una palabra aparecía casi borrada, quemada sobre el papel descolorido. Una palabra que el abuelo no acertaba a ver con claridad, que no comprendía bien.
- Ven, ven - ordenó a su nieto -. Mira ¿qué pone aquí?
El niño tomó el papel en sus manos, pero tampoco consiguió descifrar su significado, pues la palabra había perdido su corazón y solo el principio y el final constaban: Tsu-mi.
- Seguro que no es nada importante; los chicos juegan a mandarse mensajes desde los muelles cuando no tienen más que hacer - dijo el abuelo -. Trae, lo tiraremos de nuevo al mar, allí de donde ha venido y donde encontrará al final su calma.
- ¿Pero abuelo, y si es algo importante?
- ¿Que puede tener de importante un mensaje en una botella? Anda toma, tíralo al agua.
Había hecho en sus manos una bola con el papel, el cuál le entregó.
- Vamos, tíralo ya - le increpó el abuelo -. Y lanzó con todas sus fuerzas la bola al agua, que lentamente fue atraída mar adentro.

Y a medida que el agua se lo llevaba, el papel se fue desplegando hasta quedar totalmente extendido sobre la superficie. Los rayos del sol iluminaron las letras y las ondulaciones de la corriente pusieron de relieve aquellas que permanecían ocultas, y que ahora el salitre marino favorecía para revelar su auténtico significado:
TSUNAMI.

Y así llegaron mis palabras y mis sentimientos, como mensaje en una botella que atraviesa un mar hostil. Llegaron con la esperanza de evitar la catástrofe; pero nadie me entendió, nadie me creyó...¿Cómo iba a ser posible algo así? Y sucedió.





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