El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

sábado, 4 de febrero de 2012

Otro auto-retrato más.





La mínima contrariedad decae mi ánimo.

Despierto y me levanto como todos los días, un poco saturado. Llego a la cocina, doy la luz (comienza mi primera duda) y el interruptor o la bombilla se resisten a funcionar. Tras un cadencioso parpadeo por fin se crea la claridad, justo en el momento que mi pie derecho se mete de lleno en el charco de orín que la perezosa perra (siempre se resiste a salir antes de acostarse para hacer sus necesidades, si hace frío) ha dejado por la noche en el suelo de la cocina. Miro hacia el techo en un movimiento reflejo de mis pensamientos, y me pregunto si Dios se encontraría con algún problema parecido durante la creación (segunda duda).


Comprendo que he empezado el día con mal pie y que debo ser paciente y organizado; lo primero la maldita pastilla para sentir que me encuentro bien, a ver si como todos los días, después de tres cafés seguidos con el humo correspondiente, no estoy seguro de haberla tomado. 


Pongo la radio, necesito otras voces que me recuerden que no soy el único ser humano que se angustia un poco más cada mañana por tener todo el tiempo por delante y nada que hacer de provecho para sobrevivir al día siguiente; y como todos los días desde hace demasiado tiempo, las noticias escupen sapos y culebras y se repiten en mi mente como la última comida en un estómago revuelto. 


El filtro de la cafetera está obstruido y el agua sale por todos los lados dejando aguado el café. Me contengo y repito la operación, pero el maldito filtro dice que "si quieres arroz, Catalina". Me lo tomaré de todos modos, no soporto fumar con el estómago vacío y estoy empezando a impacientarme después de tres viajes consecutivos al salón hasta conseguir, por fin, liarme un cigarro. 


Ahora un mechero que encienda; tarea ardua encontrar uno tras una larga noche de teclas y pantalla de televisión. Después de otras mil vueltas del salón a la cocina y de ésta a la habitación que utilizo como "estudio", consigo encender el cigarro a duras penas con un mechero al que aún le queda un último aliento, y después de un trago que casi deja seco el vaso del café con leche - algo templado ya por la larga espera - aspiro un par de fuertes bocanadas de humo que alimentan a esa hora mis pulmones más que el café al estómago dormido, que comenzará a moverse y a rugir inmediatamente. 




Como siempre, corriendo al baño apenas terminado el desayuno austero, con el cigarro medio apagado en los labios. Antes me aprovisiono de un diario - el menos desfasado de fecha a poder ser - para hacer más llevadera la operación necesaria.


- ¡Maldita sea, me olvidé el mechero! - me doy cuenta tras sentarme con urgencia en la taza del baño y aspirar una bocanada de aire sucio y frío del cigarrillo apagado. 
-En fin, procuraré cambiar el papel de fumar, éste se apaga demasiado. A ver que nos cuenta hoy mi amigo - me digo -. Doy la vuelta al periódico y empiezo a leer el artículo de mi escritor preferido del diario regional. Reflexiono por un momento levantando la vista del papel, pensando donde estoy y lo que hago; y me entristezco observando en que estoy convirtiendo mi afición favorita, la lectura.


- Joder, no puede ser - pienso mientras me miro al espejo -; es como si cada uno de los caminos por los que ha discurrido mi vida hubiesen dejado grabada su huella en mi rostro. Es penoso, con estos pelos imposibles de domar si no los inundo cada mañana; y estas barbas, ni cortas ni largas, ni blancas ni negras, algo ralas y siempre encrespadas. ¡Eso sí, sigo teniendo un pelo que crece en abundancia! Aunque los claros empiezan a hacerse notar en el antaño enmarañado bosque de mi coronilla, y las entradas de mi frente parecen bahías.
No creo que nadie, de verme a estas horas, piense que llevo y me quede bien el medio siglo, casi cumplido. Un tiempo nada corto, pero tampoco demasiado largo de existencia (tercera duda).


Escurro el sueño con los ojos cerrados mientras mi rostro recibe el agua templada, y limpio mi aturdimiento matutino  expulsando bajo el grifo lo que mis bronquios no pudieron retener durante la noche. 
Vuelvo a mirarme al espejo, pero el agua ha dejado más evidentes mis arrugas; decepcionante, parecía que antes se veían menos. Bueno... ya no tiene remedio.


Intento entablar un ligero diálogo con lo sobrenatural para reconciliarme con el mundo conocido, como cada mañana; pero me pierdo a cada poco entre los vaivenes de mi mente conjugados con las noticias del último boletín informativo.
Lo trascendente y lo intrascendente se hacen un nudo en los pensamientos peregrinos del momento, y aunque en ello no aprecio nada místico, me parece que mi estado mental tampoco se halla en parámetros normales. 


- Necesito otro café - pienso; y me doy cuenta de que no estoy seguro de haberme tomado la maldita pastilla.
- No arreglará mis neuronas, pero seguro que deja mi hígado hecho un colador - me digo -. ¡Joder, ya me he fumado el puto cigarro! Tendré que hacerme otro.


Mientras me tomo el segundo café - esta vez bien caliente y cargado - y me fumo un nuevo cigarro, "la prima", esa que tiene tanto peligro según los voceras contertulios del programa matinal que escucho, y que afecta tanto a nuestra economía, me recuerda que debo atender mis obligaciones pagando como cada mes, de forma religiosa, el techo bajo el que cobijo mi extraña existencia, al menos para mí.
No se que me pone más nervioso, si tener que rellenar el depósito del coche, que se queda tiritando como yo cuando el operario retira la manguera, o enfrentarme al maldito cajero automático que nos han puesto a la entrada del banco, y que ahora hace todas las operaciones que realizaba antes el empleado despedido por la crisis, que siempre me recibía con una sonrisa aunque no me pudiese ver.
Empiezo a deprimirme al ritmo que el cigarrillo se apaga otra vez entre mis dedos, y "pillo" de pronto que apenas he terminado el café, sin tomarme el escurridizo fármaco que parece sentarme tan bien. Desaparecen todas mis dudas en ese momento y se impone la certidumbre de que debo dejar de vacilar tanto y ponerme en marcha de una vez, si quiero que el mundo no me atropelle dejando otra magulladura más, otra señal del absurdo paso del tiempo en mi cara.




   

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