El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 53


Entró en la cafetería de la estación con Berta a su lado, pidió un café con brandy, y después de pagar al camarero se sentó en una mesa alejada de la barra. A esas horas de la mañana  la estación estaba muy concurrida con gentes que iban y que venían  con sus equipajes, con sus enseres acuestas. El trafico de personas y mercancías era muy abultado, y el frío húmedo provocado por la niebla espesa que dominaba la atmósfera empujaba a entrar en la cafetería, por lo que en pocos minutos se llenó completamente de gente.


La estación de trenes de Miranda de Ebro, desde su creación en 1862, suponía un punto logístico de primer orden, clave para el transporte  de personas y mercancías en el norte de España. Conectaba Madrid con Irún atravesando la meseta castellana. La guerra había magnificado su importancia pues era un nudo de comunicaciones fundamental para la vertebración del territorio nacional; por allí pasaba todo el trafico de mercancías que llegaba desde Francia, incluido el suministro de armamento y munición proveniente de Alemania. El transporte de tropas y material bélico era constante en aquellos momentos, mayor que el tránsito de personas que viajaban de unos lugares a otros. Ambos flujos se entremezclaban en las horas centrales del día generando un ambiente bullicioso que duraba hasta la media noche, cuando la actividad decaía más.

Su planta rectangular, dividida longitudinalmente en dos partes iguales, sólo interrumpidas en su eje central por una zona común de vestíbulos, hacía única la estación de trenes con las vías a un lado y al otro del edificio. Sus grandes marquesinas, de casi cien metros de longitud, estaban construidas al estilo "victoriano" con grandes pórticos de hierro fundido y filigranas estampadas en los arcos. Las ménsulas y celosías del armazón metálico que las componían daban cabida a aquel enorme transito humano que no dejaba de afluir por las noches y que durante el día se convertía en auténtica marea.

José, después de tomarse el "carajillo" de café sacó la pipa para fumar; la vieja pipa de espuma de mar con la que Vázquez obsequiara su amistad en Vinaroz y que celosamente mantenía siempre guardada en su caja de madera de cedro.
Había terminado cogiendo cariño a aquel "cabronazo" que tanto le importunara al principio, pero que se había comportado a su lado de manera digna, a la altura de las circunstancias en los momentos claves.
Tanteó el macuto y extrajo de él la petaca de licor metálica de Sergio, que aún se mantenía medio llena, y tras desenroscar su tapón se sirvió un poco de brandy en la taza vacía de café. 





Recordó la enorme sonrisa del grandullón, golfo y bonachón, que había sido su sombra en cada uno de sus combates y parte de su conciencia en los momentos más delicados. Nunca olvidaría la sonrisa amigable y la comicidad de sus gestos cuando se enfadaba, algo que le divertía sobremanera. Desde lo de Brunete fueron inseparables, y José le había cogido un cariño sólo comparable a la admiración que por él sentía. Esa admiración se debía a la lealtad que Sergio le mostrara desde el primer día y que duró todo el tiempo que pasaron juntos. Tan leal como Berta, pero de mayor valor por tratarse de un hombre que jamás puso en duda sus decisiones y hasta el final estuvo a su lado. Sergio era el eslabón que lo unía otra vez con su especie, algo que con el tiempo le agradecería en lo más profundo de su alma pues no sólo había salvado su vida en el campo de batalla, sino que había librado a su espíritu de la desesperanza que alberga la desconfianza en el ser humano. Sergio le demostró que la amistad verdadera es más poderosa que el odio y el resentimiento, y que la lealtad la hace duradera y productiva librando al ser humano de su soledad.

El trasbordo le obligaba a esperar más de tres horas el tren  procedente de Valladolid, que cambiaría máquinas para regresar de nuevo. Pensó en darse un paseo por la pequeña ciudad para hacer más pasajero el tiempo de espera, pero la niebla y el frío húmedo del exterior no invitaban a ello, por lo que decidió pedir otro café al mozo camarero, que en aquellos momentos pasaba con bandeja y bayeta recogiendo vajilla y limpiando las mesas y los ceniceros.
Al cabo de unos minutos el camarero regresó con su café caliente, humeando su aroma fuerte y terrosa. José añadió el azúcar y un chorrito de brandy de su petaca, lo que provocó que el líquido casi rebasará el borde de la taza. Bajó la cabeza hasta que sus labios tocaron el brebaje caliente y sorbió con cuidado para que no se derramara sobre el platillo.

- Paisano, ¿es suya la perra? - José levantó la cabeza para mirar a quien le hablaba, interrumpiendo la labor en la que estaba concentrado.

- Sí, es mía - afirmó secamente.

- Me gustaría comprársela -. Dijo su interlocutor, un hombre de estatura mediana que cubría su cabeza con un sombrero de fieltro de pelo color laurel, con forma de "pastel de cerdo"; y su cuerpo con un abrigo de paño de lana del mismo color, con anchas solapas de pico y doble fila de botones. Parecía un hombre que superaba con amplitud los cuarenta años de edad, de tez redondeada, piel sonrosada y ojos claros. Un bigote estrecho, bien recortado, pelirrojo como sus cejas, se distinguía por encima de sus labios finos, que parecían más pequeños sobre la ancha y aplanada barbilla. Iba acompañado por un teniente de requetés en uniforme de campaña.

- No está en venta, gracias - dijo José -.

- Aún no conoce mi oferta. Tal vez quiera usted poner el precio. Le parecen bien unas...treinta pesetas. - José se dedicó a su café haciendo caso omiso a quien le hablaba.



- Vamos amigo, le ofrezco una buena cantidad, son pocos los que pueden ganar eso todos los meses. 

José siguió concentrado en su café mientras de reojo miraba a Berta, que se mantenía atenta a la escena que se estaba desarrollando. El teniente de requetés trató de adelantarse para hablar pero fue detenido por el de paisano, que dirigiéndose de nuevo a José, le dijo:

- Perdone, me he comportado como un necio; comprendo el valor sentimental que debe tener para usted este animal, de verdad que lo siento. Pero, ¿permite que nos sentemos, por favor? No le importunaré; soy cazador y admirador de los buenos perros. Ha sido una torpeza por mi parte no comprender antes que también usted lo es, y tal vez mi oferta no haya sido la adecuada. ¿Nos permite?  

José contestó afirmativamente con un movimiento de ojos y con su mano derecha para indicarles un asiento. El teniente lanzó una mirada de sorpresa al de paisano, pero éste, tomando una silla le invito a sentarse, algo que también hizo él.

- Mire - dijo -, llevo observándoles a usted y a su perra un buen rato y me ha sorprendido lo bien educada que está y el instinto que muestra. Creo que es un animal magnífico, que sabe cazar como ninguno; ¿me permite que la pruebe con un señuelo?

- Sabe cazar, se lo aseguro, pero no está en venta. - Dijo José mientras limpiaba la primera capa de ceniza de su pipa.

- Oiga, tal vez he sido un poco parco en mi oferta, no pretendía subestimarlo, pero estoy dispuesto a multiplicar por diez esa oferta.

José continuó callado, concentrado en la limpieza de su pipa. El teniente de requetés comenzaba a dar muestras de impaciencia pero se mantenía sin entrar en conversación. Era un joven casi imberbe, de carácter nervioso y desconfiado, que a pesar de su impecable uniforme de oficial no hacía gala de la  experiencia suficiente para estar a la altura. Debajo de su capote de lana gruesa con cuello de piel y grandes ojales, lucía almidonada y perfectamente planchada una camisa gris pálida con el distintivo de oficial y galleta con dos estrellas de seis puntas. De los embetunados correajes que sujetaban el cinturón colgaba la pistola enfundada, y unos pantalones bombachos color garbanzo terminaban escondidos en las cañas de unas brillantes botas de montar de "color cuero". La borla dorada prendida en la boina roja caía sobre el lado izquierdo de su rostro pálido y afilado. Su mirada era inconstante y escurridiza, y su impaciencia por intervenir en el trato provocaba que no fuera capaz de estarse totalmente quieto en su asiento, algo que ponía nerviosa a Berta, que se levantó del suelo para sentarse al lado de las piernas de José, de manera que parecía que quisiese tomar también parte en la conversación que se desarrollaba.

- Caballero - dijo el hombre de paisano dirigiéndose a José -, compruebo que es usted un negociador frío y hábil que sabe que todo tiene un precio, y voy ha hacerle una oferta que no podrá rechazar, pues va mucho más allá de su valor real. Comprendo que si mi anterior oferta no ha resultado suficiente, será porque el animal lo merece de verdad, por lo que le ofrezco tres mil pesetas y no se hable más. 

El de requetés se quedó estupefacto, totalmente descolocado, pues la oferta era una auténtica fortuna. Intentó decir algo, pero el de paisano le agarró la muñeca por debajo de la mesa para detenerlo.
José levantó la taza de café y se dio un trago que acabó con su contenido, dejando su interior barnizado por una fina capa de crema del aromático líquido y un pequeño poso de azúcar en su fondo, el cual rellenó de nuevo con brandy.

- Bueno, ¿qué me dice? Es mi última oferta.

- No quiero hacerle perder su tiempo y siento tener que repetirle que no está en venta - contestó José.

El hombre calló un momento sorprendido por la respuesta de José. No podía encajar que su última oferta hubiese sido rechazada.

- Oiga, no comprendo - dijo -. Le he ofrecido mucho más de lo que nadie pagaría nunca por un animal, es una auténtica fortuna. Con ese dinero podría emprender una nueva vida en cualquier sitio. No veo signos de riqueza en usted por ningún lado; al contrario, parece más bien necesitado. ¿Cuál es la razón que le impide desprenderse de ese animal?

José esperó unos segundos meditando la respuesta mientras encendía otra vez la pipa.



- ¿Cuanto vale para usted la amistad? Porque Berta es ahora mi mejor amigo. Para mí no tiene precio. 

El hombre, sorprendido, no supo que contestarle.

- Debo suponer que usted también tiene amigos - continuó mientras miraba al imberbe teniente - y que sabrá que vender a un amigo es traicionarle. Yo no traiciono a mis amigos. Para mi Berta no tiene precio y sólo con gratitud puedo pagar su compañía. Nunca me desprenderé de ella, como ella tampoco lo hará de mí libremente. Hacerlo sería renunciar a parte de mi vida, la cuál ella ha hecho posible, y eso sería renegar de mi mismo y una traición imperdonable a su lealtad. Supongo que ahora comprenderá que el dinero no puede comprarlo todo, siento decepcionarlo. Dijo que admiraba los perros de caza, pero más que eso, creo que lo que realmente le hace sentirse plenamente satisfecho es poseer todo aquello que le parece superior, sin contar a que se debe ni a quien pertenece, como si su dinero pudiese darle todo aquello que no es, que le falta. Y la lealtad, el respeto y la confianza se ganan, no pueden comprarse con todo el dinero del mundo.

La cara del hombre pelirrojo se quedo blanca como una pared encalada, y sus labios, sellados por la decepción, fueron incapaces de decir palabra alguna. Mas el joven oficial de requetés se levantó de la silla malhumorado y dispuesto por fin a intervenir; echó para atrás el capote con una mano, y apoyando ésta en la funda de su pistola,  levantó la voz para decir a José:

- Creo que no sabe con quien está hablando. El señor marqués no debería darle explicaciones; quiere ese animal y usted tiene la obligación de hacer que eso sea posible. Así que va a aceptar su oferta por las buenas, que se pasa de generosa. Todo lo que hay en el territorio del estado pertenece al estado y el ejército garantiza que así sea. Debería estar en el frente defendiendo a la patria, y ya que no es así, contribuirá en la manera que se le pida. Ahora ésta es la exigencia, no lo piense más -. Y  despacio, de manera fría, como si no quisiera ser detectado, desabrochó el corchete de la funda de su pistola. José captó su movimiento y no pudo por menos que dejar escapar una sonrisa irónica.

- Tranquilícese teniente, no le conviene nada meterse con ese hombre, deje tranquilas las manos -. El teniente se dio la vuelta para ver a quien a su espalda le prevenía de las consecuencias que podía acarrearle su conducta. Era Tomás, que regresaba al frente tras unos días de permiso en casa. José miró a Tomás brindándole una abierta sonrisa.

- Está usted hablando con un héroe de guerra, y como compañero de armas y amigo personal, no le permitiré que se sobrepase de nuevo - le advirtió Tomás al joven teniente. 

José vestía de paisano, pues todo en el ejercito le fue retirado. Había comprado ropa con el poco dinero que le aportara la comandancia para su regreso. El teniente de requetés dio un paso atrás desconcertado y en su cara se apreció una mueca de asombro. Tomás se adelantó entonces para dar un apretón de manos a José y éste se levantó casi al mismo tiempo que lo hacía Berta, dejando a un lado la mesa. Ambos amigos se juntaron en sincero abrazo mientras Berta aullaba contenta.

- ¡Cabronazo, qué bien te veo! - le dijo José - Estás flamante con ese uniforme nuevo. ¡De brigada nada menos! 

Y abrazándolo de nuevo dio unas palmadas en su espalda.

- ¡Joder, lo que menos podía pensar era encontrarte por aquí!- Le contestó Tomás.

- Ni yo; aunque ya sabes, "la vida es un pañuelo". Pero vamos, siéntate -. Continuó José, que seguidamente se dirigió a los dos contertulios que aún permanecían expectantes. También el hombre de mediana edad se había levantado del asiento cuando Tomás se acercó para saludar a José. Con el sombrero en las manos parecía esperar una última respuesta, pues aún no podía creer que su oferta fuera finalmente rechazada.

- Caballeros, como les dije, no acostumbro a vender a mis amigos; por eso, como ven, los conservo siempre. No existe riqueza mayor. Berta ha cazado para mí y lo seguirá haciendo, aunque ya no cazará hombres, lo hará sólo por el placer de liberar su instinto y hacerme feliz a mí.
Señor marqués, creo que me habrá comprendido; dígale a su sobrino que no sea tan ligero con el gatillo, esa no es forma de ser patriota. Si hubiera mandado a mi perra, ella sólo habría curtido su cara más que si hubiese estado en el frente, el cual no le vendría mal un buen tiempo para calmar sus ánimos. 

Ambos hombres se retiraron sin despedirse, sin decir nada; no era fácil saber si debido a la vergüenza, o a la impotencia que sentían por no conseguir su objetivo. Los dos amigos se sentaron después para charlar un rato. Tomás cogería el siguiente tren hacia el norte, que saldría apenas cuarenta minutos más tarde.










     

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