El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 52





El horizonte paría paisajes nuevos que pronto se perdían en la lejanía. La luz dorada, otoñal, variaba su intensidad después de cada instante y vestía distintas las sierras que se alejaban con sus montes y espesuras; y los campos yermos, desolados, que comenzaban a expandirse sobre la llanura hasta la siguiente depresión para precipitarse frescos sobre el valle, descendían hasta los pueblos y las aldeas y se alzaban más allá, por encima de éstas, marcando la frontera donde la montaña comenzaba a erigirse imponente y colosal. Después venían los puertos, el interminable ascenso zigzagueante sobre las faldas dejando atrás los poblados en el fondo, tapados por la niebla que se cerraba más cuanto más se ascendía, y que se cambiaba por oscuridad total sobre el ruido amplificado del tren al pasar por el primer túnel escavado en la montaña. Luego la claridad aparecía de golpe y el paisaje imponía de nuevo su sobrecogedora inmensidad.

José regresaba a casa con Berta, la guerra en el frente había acabado bruscamente para los dos. Pero a pesar de lo que dejaba atrás y que marcaría para siempre su vida, no sentía nostalgia, había vencido por fin y aquello era lo único importante; el resto quedaría imborrable en su memoria y ciertos sentimientos como el de la amistad verdadera, que sólo se interrumpe por la distancia inevitable,  jamás le abandonaría. 
Dejó descansar la vista sobre el horizonte que se ensanchaba más allá de la ventana del vagón, al bajar el puerto. Los pastos rebrotados por la otoñada extendían su manto verde entre los tonos rojizos y pardos de las hojas de los árboles, y los pueblos aparecían de nuevo uno tras otro separándose más cuanto más se imponía la llanura en el paisaje. Las imágenes al otro lado de los cristales desfilaban ante sus ojos y se mezclaban con otras que su mente reproducía a la vez sin sobreponerse, sin tapar la frescura del momento; el tiempo que las separaba era lo único que podía diferenciarlas, porque la sensación que producían en él era idéntica, como el día que forzado a ello debió abandonar su hogar para empezar a conocer el mundo.
Volvía a casa por fin, feliz pero decepcionado a la vez. Feliz porque había conseguido salvar el pellejo, que era lo que realmente importaba; estaría de nuevo con los suyos y con Micaela, con quien esperaba comenzar una nueva vida por cuenta propia creando una familia. Decepcionado, pues antes de partir del hogar aún creía y admiraba al género humano, fe que debió abandonar durante el conflicto para poder sobrevivir y que ahora esperaba poder recuperar engendrando una vida nueva que representara otro amanecer, un futuro cierto, algo en lo que creer con fuerzas otra vez.
Pensaba en Micaela y en todo lo que representaba para él. Sentía ahora como entonces su calor, su ternura, su pasión, y ardía en ganas de tenerla entre sus brazos para sellar sus labios con besos y limpiar las lágrimas de su rostro emocionado por la alegría. 
Y tras el deseo primero regresaron los recuerdos, y con ellos el rostro perfecto, el cuerpo escultural, clásico de Piedad, la hermosa serrana que le había hecho dudar de sus principios  cuando le mostró la cara más trágica de la guerra. Su amor por Micaela había evitado cualquier otro deseo, pero no dejaba de reconocer que por un momento se sintió atraído hacia aquella mujer por su coraje y belleza. 
Tanteó el macuto, y después de aflojar la cuerda de su boca, extrajo la caja de hojalata. La abrió y sacó la pequeña biblia, debajo estaba el rosario y la carta de Piedad. De nuevo pensó en Micaela, a quien debería explicárselo todo sin estar seguro de cómo reaccionaría. Cogió el rosario y dejó correr entre sus dedos las bolas de azabache que marcaban las cuentas de los rezos, y mirando otra vez por la ventana recordó que partió de casa sin llevar ningún dios consigo, y que regresaba reconociendo que algo se mueve por encima de todas las cosas. 

La batalla aún no había concluido, pero para entonces la suerte estaba echada para la República. Gran Bretaña, Francia y Alemania, firmarían el día treinta de Septiembre los "Acuerdos de Múnich", que permitirían a Alemania anexionarse el territorio de los Sudetes en Checoslovaquia. El gobierno de Negrín vio como se esfumaba con ello la posibilidad de internacionalizar el conflicto, su única esperanza de sobrevivir. De nada serviría la retirada simbólica y unilateral de las "Brigadas Internacionales por parte del gobierno republicano, con lo que se intentaba ganar para su causa al "Comité de no intervención" de la Sociedad de Naciones; pero aquellos hombres - diez mil, de los más de treinta mil que llegarían a intervenir en el conflicto - ya no eran vitales para el desarrollo de las operaciones. Habían sido las fuerzas más combativas de la República, estando siempre presentes en primera línea en todos los combates, en todas las batallas de la guerra, por lo que sufrieron un tremendo desgaste. En la batalla del Ebro y tras la re-estructuración del ejército republicano, sus filas contaban con más soldados españoles que extranjeros, y sólo representaban un símbolo, una referencia ideológica de lo que llegó a significar la república española en el contexto socio-político de su época. Franco repatriaría a diez mil 
italianos, lo que tampoco significaba nada teniendo en cuenta el carácter internacional de su ejército, que había crecido alcanzando la cifra de un millón de hombres armados durante el transcurso de la guerra.  



El ejército republicano soportó una tras otra las cargas del ejército nacional, más profesional y mejor armado, y aún falto de los recursos necesarios contuvo con heroicidad su presión hasta el último momento; hasta que sus fuerzas, agotadas y maltrechas, carentes de cualquier tipo de ayuda exterior, debieron retroceder ante la aplastante superioridad de su enemigo.
La batalla del Ebro duraría cuatro largos meses, durante los cuales sólo las lluvias torrenciales de aquel otoño en las sierras de la Terra Alta darían tregua a los durísimos combates, que se saldaban con un impresionante número de bajas por parte de ambos contendientes.
Nada más que la apabullante superioridad numérica y armamentística del ejército nacional, que dominaba los cielos con más de quinientos aparatos y machacaba las posiciones republicanas con casi mil baterías artilleras, decantó finalmente la batalla a su favor, pues los republicanos se batieron hasta el momento final con idéntica bravura, con la misma pasión e idealismo que los había definido hasta entonces. La suerte del ejército republicano hubiera sido otra, si a su capacidad organizativa y disciplinaria, que llegó a alcanzar su punto de madurez en el transcurso de la batalla, se hubieran unido los relevos y aprovisionamientos necesarios; pero los problemas logísticos motivados por el aislamiento internacional en que se encontraba por entonces la República, con su último aliado (Checoslovaquia)
entregado a las garras de la Alemania nazi, y con Rusia aislada por el Pacto de Munich, derivaron en una derrota sin paliativos que inició el principio del final del periodo republicano en España.

José, sumido en los recuerdos más recientes se quedó dormido. Berta, echada a su lado en el asiento, descansó la cabeza en los muslos de él y cerró también los ojos.


[- Capitán Alonso: díganos si es verdad que usted y su igual en el rango, el capitán Cuesta Pascual, pelearon delante de sus hombres en el campo de batalla.

-Sí señor - respondió José -, así fue.

-Dígales al tribunal, capitán, si fue usted quien deliberadamente y sin discusión previa inició la pelea golpeando en la cara a su camarada, el capitán Cuesta -. Preguntó otra vez el fiscal militar.

-Sí señor, yo inicié la pelea.

-Bien Capitán, supongo que sabía de la gravedad del hecho. Mostrar cualquier tipo de división interna a nuestros soldados es una falta muy grave.

-Lo se, señor -. Dijo José.

-Díganos si no es verdad que entre ustedes dos existía una rencilla personal previa, que fue lo que provocó el episodio -. Prosiguió la acusación fiscal.

-Nuestras diferencias personales no tuvieron nada que ver, al menos en lo que a mí se refiere  - replicó José -. Sólo intenté garantizar la integridad de mis hombres, que fue amenazada por una acción deliberada del capitán Cuesta.

-¿Esta diciendo capitán, que con su acción en el combate, el capitán Cuesta puso en peligro a sus hombres?

-Murieron varios de ellos, señor. Hay testigos que pueden corroborarlo.

-¿Y no cree capitán, que en vez de obrar como lo hizo, hubiese sido mejor ponerlo en conocimiento de sus superiores? - Argumentó el fiscal.




-Tal vez para mí - respondió José -, pero no para mis hombres, a quienes los combates no daban tregua y tenían que cargar con las espaldas descubiertas, pues quien debía cubrirlas, en vez de machacar las posiciones de la infantería enemiga para facilitar nuestro avance, evitaba con su fuego de morteros que en los momentos necesarios pudieran replegarse. Muchos murieron por no poder hacerlo; quedaron encerrados entre dos fuegos sin poder moverse.

-¿Considera entonces capitán, que en ciertos momentos la determinación de los mandos debe saltarse las normas generales en beneficio de sus soldados, aunque sea un perjuicio para la disciplina en el ejército  -. La defensa no hizo objeción alguna a la pregunta.

-En principio considero por encima de todo el derecho a la vida. Ya se que en tiempos de guerra y hablando de batallas pueda parecer absurdo, y tal vez lo sea. ¿Pero si no nos atenemos a él, a qué atenernos? Si la vida de quienes luchan a tu lado no es más importante que cualquier otra cosa, ¿cómo vencer, cómo sobrevivir?
No, puede que no pensara en todas esas cosas de las que me habla y que resultan tan lógicas, como lo de la disciplina; pero de igual modo que yo no podría influir ni condicionar las decisiones de nuestros generales, ellos no pueden personalmente ordenar y solucionar cada uno de nuestros problemas en la tropa. Todos debemos guiarnos por el sentido común; en momentos de acción de guerra, de combates continuados, ciertas decisiones hay que tomarlas sin dudar en el campo de batalla, en el momento crucial que se necesitan, y no hay tiempo para entrar en consideraciones de otro tipo si se quiere sobrevivir y vencer.

-Dice usted que sus diferencias personales con el capitán Cuesta no tuvieron nada que ver con el incidente, pero ¿por qué acusó usted entonces a su camarada de intrusiones en su vida sentimental con expresiones como: "Por tu culpa está aterrorizada mi novia..." o, "Mi amigo Alfredo está desaparecido acosado por tus amenazas?"

José se quedó pensativo. Sabía que llegaría el momento que aquella pregunta iba a ser inevitable y no encontraba las palabras, tal vez porque las necesarias eran las mismas pronunciadas, y no tenían doblez.

-Conteste a la pregunta capitán - insistió el fiscal -: ¿Hizo usted estas afirmaciones?

-Sí - respondió José.

-Entonces, ¿porqué dice usted que no fue un asunto personal lo que provocó el incidente?

-Porque no lo fue. Otra cosa es que aprovechara el momento para echarle en cara lo que hacía tiempo tenía ganas y eso perjudicase su imagen ante sus soldados; mis soldados ya conocían sus mañas, no podían sorprenderse. Tal vez, después de lo sucedido, hubiesen dudado de mí de no haberle plantado cara.

-Su camarada el capitán Cuesta no sólo ha perdido la credibilidad entre sus hombres, ya no volverá a mandarlos porque en el incidente ha perdido la movilidad en sus piernas y nunca más podrá caminar ¿Se siente responsable?




-Sí, totalmente - respondió con rotundidad José -.  Siento no haber podido evitar lo que finalmente pasó, nunca lo podré olvidar; pero el hecho de sentirme responsable no me hace ver las cosas de otro modo, sus pasos fueron siempre equivocados y sólo ellos le llevaron al precipicio.

-Veo que se regocija con lo que le ha sucedido a su camarada, capitán; por lo que su mente no albergará ningún arrepentimiento.

-No tengo nada de que arrepentirme -. Afirmó José.

-No haré más preguntas - dijo el fiscal mirando a los miembros del consejo, compuesto por un general y cuatro militares más, todos ellos de alta graduación. Acto seguido intervino la defensa asignada, que insistió en los argumentos aportados por José, pero sin hacer alusión a la implicación del Fortu en el caso del oro de la CNT y su participación en la represión para la implantación de las colectividades en Algairén, como tampoco lo había hecho la acusación fiscal . José comprobó cómo sus palabras eran destacadas o ignoradas según la conveniencia, pero no se sorprendió por ello, ya nada podía decepcionarlo más que el hecho de haber llegado hasta allí.
El general que presidía el consejo, tras una breve reflexión con el resto de los miembros que lo componían, se puso en pie, y con él todo el tribunal.

-Este tribunal, después de escuchar a las partes en este caso y tras reflexionar sobre su transcendencia para el buen funcionamiento de nuestro régimen disciplinario, en momentos tan delicados como los presentes, considera muy grave la acción del capitán Alonso sobre su igual el capitán Cuesta, pues puso en entredicho la disciplina entre nuestros soldados y propició un accidente fatal que casi cuesta la vida a uno de nuestros mandos.
Considerando que el capitán Cuesta amenazó al acusado con un arma en el transcurso de la disputa, y que fue aquel, quien tropezando con el cuerpo de un soldado muerto en el suelo se precipitó al vacío, exculpamos al acusado de sus lesiones. Pero la gravedad del hecho impide un veredicto favorable para el acusado por poner en peligro la disciplina y lealtad de nuestras tropas. Por ello, este tribunal despoja de sus estrellas y condecoraciones militares al capitán Alonso y le quita el mando que en su día le fuera concedido. A partir de este momento queda licenciado del ejército para regresar a casa. La guerra ha terminado para él. Volverá, pero sin mayor beneficio ni retribución que cualquier soldado raso que retorna. ] 


Despertó de pronto algo perturbado por los recuerdos, que se mezclaban con los sueños convirtiéndose en un todo indescifrable que embotaba su cabeza impidiéndole pensar con claridad.
El tren se detenía para hacer transbordo en la estación de Miranda de Ebro. José entraba en tierras castellanas después de muchos meses, y la sensación que sentía era la de respirar otro aire, de ver otra luz distinta a la que durante tantos meses lo había acompañado y de la que siempre se sentiría huérfano.
Decidió bajar a estirar las piernas y tomar un café caliente en la estación.





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