El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 45



-Vamos brigada - le dijo José -, no pretenderá decirme que la encontró en el suelo -. Y le enseñó la placa de oro que Vázquez le había dejado para la ocasión.

-La gané en otra partida - respondió - y no me preocupé de donde venía. Hay cosas que es mejor no preguntar.

-Contaba conque me respondería así, pero espero ahora que me diga donde la ganó y a quien.

-Eso no le importa capitán.

-Puede que me importe lo mismo que a usted brigada; puede que más o puede que menos, pero no me iré sin estar seguro de cómo y cuándo llegó a sus manos.

-Creo capitán que está sobrepasándose. No tengo porqué darle explicaciones.

-Claro que no, pero pienso obtenerlas de todos modos. Alguien ha matado por ello y ha hecho matar a otros para ocultar un crimen, y espero que usted no esté implicado. Esto hace ya un tiempo que se conoce fuera de nuestro ámbito, brigada, y alguien más que yo sigue la misma pista. Es posible que esta maldita guerra entoñe muchas cosas, pero esto saldrá más tarde o más temprano a la luz y nadie que esté involucrado podrá escapar. Sólo quiero saber la verdad.

-Mire capitán, como le dije antes fue el resultado de otra noche de juego. Se la gané a un oficial de Falange después de lo de Teruel. Sólo puedo decirle eso, no se nada más del asunto. Era un capitán y pertenecía a la 1ª Bandera de Castilla, creo. Coincidimos en Alcañiz tras la liberación de la plaza.
-¿Lo ha visto de nuevo desde entonces? ¿Sabe donde destinaron a su compañía? - insistió José.

-Ya le dije que no se nada más; y si lo supiera , ¿por qué piensa usted que le diría algo?

-No, no me diría nada brigada, pero para entonces ya habría hallado la verdad en su mirada.

-¿Y cree usted que ha encontrado la respuesta?
-Sólo en parte... - Y aquel sólo retumbó rotundo y decisivo en el silencio de su cabeza, pues sólo dos hombres sabían (él y el Fortu) que no había más traidores, que no había más culpables. 

-Pero para mí es suficiente - continuó José -; aunque no lo crea, brigada, me ha dicho mucho más de lo que podía esperar, y por ello doy gracias a Dios primero y luego a usted por no estar involucrado, de otro modo tal vez hubiera tenido que matarlo.

-Me resulta gracioso capitán, además de un tanto molesto - le dijo el legionario - que se haya presentado aquí en plan justiciero y matón sin atender otras consideraciones, pero no dejo de reconocer su arrojo y valentía, pues no creo que pensara que soy de los que se achantan ante la voz de otro oficial y que se dejan sorprender fácilmente a pesar de la hombría que aparentan. Ahora, óigame una cosa: le conocí la otra noche, no le había olvidado capitán; puede que sea un hombre preocupado y celoso por lo suyo, de los suyos, pero creo que por encima de todo ello hay algo que lo rebasa, algo que le resulta muy difícil controlar y que puede ponerlo en peligro; a usted el primero y después a otros que no tengan nada que ver; y creo que lo que acabo de decirle no es desconocido para usted, lo que resulta aún más peligroso. Debería preocuparse sólo de sobrevivir, de usted depende un buen número de hombres, y de no enfrentarse a cada momento con la muerte como creo que lo hace; este encuentro no me sugiere otra cosa. Ahora capitán le pido que abandone mi tienda, no hace falta que se disculpe, he palpado su dolor y le compadezco. Su carácter parece ser de buena madera y no dudo de que es un hombre de honor, pero no podría asegurar que su camino no se torcerá de pronto. Yo no tendré en cuenta su ofensa, capitán, y lucharé con arrojo a su lado si llega el caso, pero ahora debe irse.



José salió de la tienda sin decir nada. Ahora le parecía que la corpulencia y el aspecto bravo de aquel legionario se correspondían perfectamente con el temperamento templado y experimentado de los hombres que nada tienen que  demostrar ni que ocultar. Vázquez no iba a encontrar problema alguno para cobrarse su deuda, pues aquel era un tipo que no faltaba a su palabra.

Levantó su vista de la arena tras recomponerse la gorra y la guerrera, y con su vara de caña bajo el sobaco y Berta a su lado fue caminando entre el interminable destacamento de tropas que se extendía a lo largo de la costa y junto a la playa.
José presentía que aquella ofensiva sobre Valencia era inminente después de que Franco pasara revista a las tropas el día anterior, pero en su cabeza no bullía otra idea que no fuera conocer el destino de su paisano, algo que había retornado a su espíritu desde la noche de la partida de cartas de Vázquez.
Se detuvo por un momento mirando el panorama a su alrededor, mientras sacaba de su bolso la pipa de espuma de mar con la que Vázquez había obsequiado su amistad, y que comenzó a cargar con tabaco en la petaca.
Miró hacia el mar a la par que encendía la pipa lentamente, dejando escapar la nube de humo dulzón entre sus dientes y por la nariz para respirar después el aire húmedo y fresco proveniente de la masa de agua. Nunca antes el tabaco produjo en él un deleite tan grande. Los sentidos del gusto y el olfato habían sido colmados en aquellas primeras bocanadas de humo, donde los sabores dulces y terrosos, suavemente amargos, se mezclaban en su boca y salían por la nariz convertidos en aromas exóticos, algo picantes, que eran depurados por las sales marinas que contenía el aire.
No se trataba de aspirar el humo y llevarlo hasta lo más profundo de los bronquios para calmar la ansiedad que un estómago parado y un diafragma contraído propician, no; era un ejercicio de respiración, de relajación total que permitía participar del momento sin ninguna otra distracción, acomodándose al ritmo natural de las cosas.
  



Meditó entonces sobre las últimas palabras que le dirigiera el legionario y convino en que estaban cargadas de razón. Si continuaba con aquella obsesión, que a nadie más que a él parecía importar, puede que aquello le acarreara graves consecuencias y entonces sólo él sería el responsable de lo que a partir de ese momento sucediese.
Se concentró en temas más domésticos y comenzó a pensar en sus hombres y en como devendrían los acontecimientos. Se sentía un tanto preocupado por la ofensiva que de forma inminente se produciría. Todo parecía demasiado sencillo, demasiado fácil para ser real. A pesar de la retirada republicana en Aragón presentía que el final de la guerra tardaría aún en llegar y que su camino sería duro, sacrificado y penoso. La República no iba a vender su piel a cualquier precio, quienes la defendían lucharían hasta el final con bravura.

Al llegar al destacamento del regimiento donde descansaba su compañía, se encontró como siempre a Sergio esperando para darle nuevas. Éste, después de saludarlo, le entregó las órdenes llegadas en el tiempo de su ausencia. Todo estaba decidido: cuatro cuerpos de ejército partirían rumbo a Valencia. El de Castilla al mando de Varela, que iniciaría el ataque abriéndose paso a través de las sierras del Maestrazgo; el de Navarra de José Solchaga, el de Galicia de Aranda (donde se encontraban encuadrados los de José), y el recién creado Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, a cargo de García Valiño. Intervendrían también el Cuerpo de Tropas Voluntarias del ejército Italiano, además de fuerzas aéreas de la Aviación Legionaria y de la Legión Cóndor.
Al tiempo que leía el informe general de operaciones y las órdenes concretas que afectaban a su compañía, llegó un correo que le dejó una carta, era de Micaela. José abandonó la primera lectura para abrir el sobre que contenía la carta:

Hola José, querido:

Espero que mi carta te llegue en el momento más propicio. Después del tiempo pasado sin saber nada de ti, tan siquiera si vives o has muerto, nada más me queda la esperanza de que ésta que lees, no retorne si no es por ti a mis manos.
Por aquí todo está más tranquilo, parece que los peores momentos han pasado ya, aunque el temor y el miedo no nos han abandonado. Hay demasiados desaparecidos, demasiados muertos, demasiadas familias afectadas; con padres, hijos y hermanos luchando en los frentes.  Quiero decirte que los nuestros están bien y creo tener buenas razones para pensar que mi primo también lo está, aunque de momento no sea libre. Pero supongo que cuando esto pase de una vez, nos veremos todos de nuevo como si nada hubiera ocurrido; al menos es lo que deseo con toda mi alma.
Estoy un poco enfadada contigo por el olvido que me muestras, y deseo tenerte cerca para decírtelo a la cara. No te imaginas como me duele que no me tengas en cuenta y que siempre estés encerrado en esa estúpida guerra que está acabando con todo lo bueno que tenemos. Yo no puedo apartarte de mi memoria, a cada momento te recuerdo; y sí, estoy preocupada por ti. ¡Pero como no voy a estarlo, si soy una boba que después de tu frialdad todavía estoy enamorada! (José dibujó en su boca una sonrisa inconfundible, que era ya una mueca, una firma en su rostro que no dejaba a nadie indiferente.)
Quiero que me escribas pronto, que me digas por qué no has podido venir de permiso y por qué no has escrito antes; y si te dignas... cuales son tus planes, nos tienes a todos en ascuas.
Te mando también recuerdos de Daniel, "quien me dijo te dijera", que no te preocupes por nada que no sea sobrevivir para regresar. Que no te olvides que hay una ley:
"A tu tierra, Grulla, aunque sea con una pata menos" . 
(José rió de nuevo, esta vez dejando escapar un sonido espontáneo e inocente por la forma de expresarse de Micaela.)
No voy a aburrirte con nuestras cosas de por aquí, que seguro que no serán peores que las vuestras, aunque supongo que vosotros no sufriréis las escaseces que cada vez son más grandes aquí, escaseces de casi todo que nos están obligando a vivir y a ser de otro modo; nunca antes había costado tanto llevar un pan a la mesa. 
Y el problema es que dinero no hay, todo está siendo racionado y controlado. Va a ser un año fatal.
Bueno, como te decía, te lo repito ahora: haz el favor de escribir, todos estamos preocupados; tus padres como es lógico, los amigos que dejaste y yo, naturalmente. Pero no te preocupes, de mi no te escaparás.

Muchos besos y siempre tuya,

Micaela.

Después de leer la carta se sintió reconfortado plenamente, y lamentando el tiempo perdido sin tener comunicación con su amor, ansió el momento de poder estar a solas con Berta para poder escribir a Micaela. Pensaba que no podía haber sido más iluso, desperdiciando toda su atención en un juego tan peligroso como la misma guerra.

-Sergio, tenemos que levantar el culo. Es necesario estar preparados para la movilización, que puede ser ordenada en cualquier  momento - le dijo José -. Ocúpate en ayudar a Vázquez a reorganizar la compañía. Que todos tengan preparado su equipo. No permitáis deficiencias en el avituallamiento de víveres y munición. Mantened ocupados a los hombres el mayor tiempo posible, los quiero bien despiertos y preparados para el próximo combate; mas dejadles también que descansen, se lo tienen merecido. Haber llegado hasta aquí desde tan lejos es todo un mérito.



Y era cierto. Muchos de aquellos hombres habían sido transportados desde el norte de África a principios de la guerra, en el verano de 1936. Fueron dejando atrás Sevilla, Badajoz, Toledo, y combatieron por Madrid en Guadalajara y Brunete, perdiendo allí su sangre como lo hicieran luego en Belchite y Teruel; con la misma bravura, con igual sacrificio que quienes lo hacían por su tierra, por sus hermanos. Verdaderos soldados, que a esa altura de la guerra eran temidos por sus enemigos republicanos y odiados por sus compañeros españoles, pero a quienes sus mandos admiraban y respetaban por la entrega que derrochaban en la lucha. 
José estaba orgulloso de sus hombres, curtidos en tantas campañas, con gran capacidad de sufrimiento y una obediencia ciega. No necesitaba más para sentirse seguro en los peores momentos del combate, pues sabía que a sus órdenes responderían fielmente hasta la muerte.

Se sintió bien, como no sabía desde cuándo por última vez; quizás en aquella ocasión en la que se vio al borde del precipicio junto a "Lustroso", el precioso y loco caballo árabe que no volvería a montar.



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