El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

miércoles, 29 de junio de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap 42


La ofensiva nacional sobre territorio republicano en Aragón fue fulgurante. El 17 de marzo de 1938, diez días después de comenzar desde el sur, había conseguido una penetración de más de cien kilómetros hasta tomar Caspe. 
El día veintidós se iniciaría en el norte, y en tan sólo una jornada sería liberada Huesca, que resistía el cerco republicano desde el comienzo de la guerra. 
Yagüe, a su vez, cruzó el Ebro por el sur con su Cuerpo de Ejército Marroquí tomando Pina, y el veinticinco entró en Fraga, siendo ésta la primera vez que el ejército nacional pisara territorio catalán. A pocos kilómetros se encontraba Lleida, la cuál, después de una semana de combates durísimos contra las fuerzas de Valentín González, "el Campesino", también cayó en sus manos. 


El día 8 de abril la ofensiva comenzaba a dar sus resultados en Cataluña ganando para su causa Balaguer, Camarasa y Tremp, lo cuál afectaba directamente a Barcelona, cuyo suministro eléctrico provenía de las centrales allí ubicadas.
Pocos días después los nacionales llegarían al Mediterráneo tras ocupar la ciudad castellonense de Vinaroz, cortando en dos el territorio republicano y aislando a Cataluña.


En aquellos momentos José entraba en Morella, una pequeña y preciosa ciudad del levante español enclavada en el corazón del "Maestrazgo", y cuya fortaleza, construida  en lo más alto de una peña que se levanta por encima de los mil metros sobre el nivel del mar, defiende un recinto amurallado que contiene la ciudad y domina un mar de sierras donde los pinos, los robles y las encinas predominan sobre los enebros, los tejos y los acebos; entre un manto de plantas aromáticas como la salvia, el espliego y la sabina; el tomillo, el romero y la ajedrea, que impregnan de sutiles aromas los bosques, con sus valles, sus caminos y senderos.


Bajo los ojos góticos de su acueducto, Morella apareció con toda su belleza a la vista de José. A pesar de los intensos bombardeos de la aviación sufridos en los últimos días, la muralla conservaba intactas sus seis puertas almenadas, las cuales conducían por sus calles estrechas y empinadas hacia el interior de la ciudad.


Morella siempre había estado allí contemplando el paso de la historia; su existencia se perdía en la noche de los tiempos.   El valor estratégico que suponía y la riqueza de sus bosques atrajeron a sus primeros pobladores celtas, como a quienes después vendrían: griegos, cartagineses, romanos y godos. En la edad media seguiría contando su importante valor estratégico, que haría que los árabes la tomaran pronto como un baluarte de primera línea frente a los reinos cristianos del interior peninsular. Por ella lucharía el "Cid", con su corazón partido entre dos reinos, Castilla y Valencia. Más tarde sería Jaime I quien la devolviera a la cristiandad y le otorgara fueros especiales.
Por ser Morella un cruce importante de caminos que controlaba grandes términos, durante los siglos XIV y XV el comercio de lana con Italia posibilitó una larga prosperidad derivada de la industria textil de la que aún quedaban claros vestigios en sus casas solariegas y edificios públicos y religiosos. Nobles escudos de armas, empotrados en las paredes de las casas señoriales, dan cuenta de su importancia en la historia. 

Morella fue testigo de grandes negociaciones, como las reuniones para solucionar el cisma de occidente entre el Papa Luna (Benedicto XIII), el rey Alfonso I de Aragón y el místico Fray Vicente Ferrer, y se convirtió en la primera capital Carlista tras ser conquistada por Ramón Cabrera en 1838, durante la primera de las guerra por la sucesión del trono tras la muerte de Fernando VII. En 1840 sería recuperada por el general "Espartero" para la causa liberal.
A finales del siglo XIX llegó a su cenit de población alcanzando los ocho mil habitantes, pero en 1925 una grave crisis en el sector textil provocó una fuerte migración que mermó sensiblemente su población. En 1931 sería protagonista de una huelga del sector, donde los sindicatos de trabajadores reivindicaron la jornada de ocho horas.


José no conocía aquellos pormenores de su historia, y mucho menos imaginaba que Morella significara tanto para las fuerzas requetés del ejército nacional. Había sido abandonada tras los intensos bombardeos de la aviación italiana, y en sus plazas y calles sólo quedaban cadáveres por recoger.
Entró con sus hombres por el Portal de San Miguel, custodiado por magníficas torres almenadas de base octogonal. Tropas de los tercios requetés formaban religiosamente mientras rezaban el Ángelus. Con la rodilla en tierra, la cabeza baja y el fusil apretado entre las manos, como una sola voz replicaban con un "Ave María" que retumbaba en la pequeña plaza que se abría tras la entrada.


Rezaban frente a una cruz, que era siempre su primer estandarte en combate y que precedía a sus columnas portada por un sargento o "Cristoforo", como lo llamaban. Todos lucían bordado el "Detente" en su camisa, a la altura del pecho. Era la imagen de un corazón coronado por una trenza de espinas, lenguas de fuego y una cruz, representando el Sagrado Corazón de Jesús.
El "Pater", rodeado en semicírculo por los oficiales, rezaba en latín de espaldas a la compañía con los ojos levantados hacia la cruz, que era custodiada por las banderas patrias, entre las que destacaba la blanca con la cruz de Borgoña.




Las boinas rojas que lucían los soldados unificaban su uniforme heterogéneo, de modo que cuando permanecían en formación, simulaban un tejado que les protegía del sol y de la lluvia; en combate sus boinas rojas los distinguían de lejos y les ayudaban a reconocerse.


Los tercios requetés eran el cuerpo y el alma de las divisiones navarras. Representaban a la España más tradicional, la España católica, que se forjó como nación en la defensa de la fe cristiana hasta expulsar del continente al imperio musulmán, llevando a sus reyes a gobernar el mundo durante siglos. Y por ello se sentían orgullosos, eran monárquicos a ultranza; pero aunque defendían un trono, no reconocían el mismo rey.


Fernando VII, el más perverso y nefasto rey que tuviera nunca la corona española, que partió en dos el corazón de la nación tras la Guerra de la Independencia con su absolutismo corrupto, sus purgas arbitrarias y la inmoralidad de sus caprichos y de su conducta, y que pasó de ser "el deseado" del pueblo, a ser el más odiado en toda la geografía española, sembró la semilla del separatismo en su pueblo, provocando a su muerte una fuerte escisión en la monarquía que conduciría a las "Guerras Carlistas."


La Guerra de la Independencia, auténtica monstruosidad en la historia de España, que la llevaría a la ruina de su estado y de su poderío en ultramar, abrió una puerta a las nuevas ideas que la Revolución Francesa lanzara al mundo y que después perfeccionaría el Código Napoleónico; pero la maniquea y endógena manera de conducir la política de su país un rey mezquino, miserable, cobarde y vengativo, separó para siempre los corazones de las gentes que antes entregaran su vida para morir por su causa, y que expulsaron de sus tierras al invasor francés.
Liberales de 1812 contra realistas; el duelo estaba servido,  manejado y contenido por el "ogro absoluto"que hacía y deshacía a su antojo y que decía y se desdecía según le conviniera, llenando de dudas a sus más directos seguidores y de falsas esperanzas a sus detractores y enemigos.
El descontento del sector tradicionalista se hizo tan patente, que a pesar de que Fernando VII hiciera traer fuerzas pedidas al rey de Francia - Los cien mil hijos de San Luis - para imponerse a los gobiernos liberales, y castigara a éstos con terribles purgas durante el terror de 1824, ya no querían a un rey inmoral y soberbio, que había traicionado a la religión y olvidado a su pueblo.
Su hermano Carlos representaba el ideal tradicionalista de la corona: era un joven piadoso, cauto, reservado y mucho más manejable, la antítesis de Fernando.
Antes de la muerte de éste, el sector tradicionalista mas reaccionario se revelaría contra él en la "sublevación de Solsona", en tierras catalanas; otro esperpento de nuestra historia donde germinaría el proyecto "apostólico: el derecho a la sucesión dinástica del infante "Don Carlos".
Pero Carlos, que incluso admitiría en vida de su hermano la abolición por éste de la Ley Sálica, que favorecía a su hija Isabel - más tarde reina - en la sucesión al trono en detrimento de su causa, a la muerte de Fernando en 1833 rectificaría su postura y se proclamaría rey de España con el nombre de Carlos V, alzándose contra la regencia de la por entonces Reina Madre María Cristina de Borbón Dos-Sicilias.
Aquella sería la primera guerra civil que sufriría España después de siglos de hermanamiento de sus pueblos, cuando el espíritu de nación los condujera - dominando y dirigiendo a una Europa como siempre dividida - a conquistar el mundo. Y aquella guerra carlista, que se cerraría en falso como otras que después vinieron, desgarraría aún más el sentimiento de nación que un día la hiciese crecer como un gigante.


Sacó del bolsillo su silbato y lo colocó en la boca. Dio media vuelta sin dejar de caminar y pegó un pitido que resonó en la plaza, al tiempo que se detenía con el brazo derecho levantado en señal de parada. La compañía entraba en columna de a dos, distraídos sus hombres en conversaciones que por el camino traían y un tanto excitados por el deseo de un descanso merecido tras días de marcha y del sofoco del mediodía primaveral, que aún cubierto su cielo por nubes grises que amenazaban agua, mantenía un calor húmedo y bochornoso. Los hombres se detuvieron al instante y el silencio se hizo entre ellos al tiempo que se oyó la "esquila" que hiciera sonar el ayudante del "Pater"..


- Oremos - dijo el pater -. Y todos se levantaron poniéndose firmes. Los hombres de José, aquellos que ya habían penetrado en la plaza, respetaron en silencio a quienes rezaban, pero un murmullo se escuchaba al otro lado del portal, por lo que José mando a Sergio que impusiera silencio.




Berta se mantenía junto a José, que permanecía firme frente a sus hombres. Tanto él, como los de las filas más adelantadas, pudieron escuchar  con claridad un comentario que llegaba cargado de odio desde el otro lado de la plaza:


- ¡Malditos moros! Apestan.


José apenas volvió la cabeza para mirar de reojo al autor de tales palabras, que en aquel momento se volvía de espaldas a él mandando iniciar la marcha a su tropa. Era un oficial de la I de Navarra alto y fuerte, perfectamente pulcro en la indumentaria. Poseía un bigote grueso, muy poblado, que se prolongaba por debajo de una nariz recta y pronunciada hasta unirse a unas patillas anchas y bien recortadas, que trepaban por la parte superior de su alargada mandíbula mezclándose con el pelo y dejando libres el mentón y el resto de la quijada inferior. Las cejas pobladas se enervaban por sus puntas dando una sensación feroz a su mirada oscura.
José no olvidaría su rostro, pero actuaría como si no le hubiese prestado importancia, tratando de evitar la más mínima tensión entre sus soldados. De nuevo hizo sonar el silbato y puso en marcha la compañía calle arriba por la Costa del Trinquete.


Dejaron atrás la Iglesia de San Nicolás y llegaron hasta la  plaza de toros, construida en la base de la ladera y que se aprovechaba de ésta para extender sus gradas como un anfiteatro, donde tenían destino para acampar. Un tanque ruso inutilizado por la aviación parecía custodiar su entrada. José ordenó la llegada y formación de sus hombres y después dio instrucciones a sus subordinados para organizar el asentamiento.


Aquel tanque estorbaba la entrada y era necesario quitarlo de allí. José había visto muchos tanques en el combate, pero sentía curiosidad por saber cómo eran por dentro aquellas increíbles máquinas de destrucción. No se lo pensó dos veces antes de decidirse a entrar, una de las trampillas de entrada  estaba levantada. Se agarró a los asideros, y pisando sobre las cadenas que yacían medio hundidas en un hoyo del terreno, subió al casco del tanque cuya plataforma giratoria había quedado orientada sobre uno de sus costados, con el cañón apuntando a la muralla. Al tocar la boca de la trampilla comprobó que estaba fogueada, como si una explosión se hubiese producido dentro. Olía a quemado y había moscas a la entrada, por lo que José sacó de uno de sus bolsos un pañuelo y se lo ató a su cuello tapándose la nariz. La fuerte luz del mediodía impedía ver nada en el interior, así que le echó valor y tomando aliento se introdujo por la trampilla; cuando apoyó sus pies percibió que pisaba sobre algo blando y a la vez pegajoso, y mirando al suelo vio 
que se encontraba encima de un cuerpo seccionado por la mitad, y que otros dos descuartizados esparcían sus fluidos y sus órganos por todo el habitáculo del vehículo. Estaban 
totalmente calcinados y la sangre se mezclaba con las cenizas; todo estaba salpicado de restos humanos y un sin fin de hierro y metralla.


La imagen le impresionó de tal modo, que de pronto un frío helado recorrió su columna vertebral haciendo que todo su cuerpo temblara un instante. Sintió miedo y claustrofobia. Se encontraba solo ante la muerte, como siempre fría y descarnada, y por un momento se vio encerrado. Una fuerte subida de adrenalina le hizo impulsarse hacia el exterior buscando la claridad libertadora, con la sensación de que mil perros rabiosos trataban de atrapar sus pies.














   

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