El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

jueves, 3 de febrero de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 33



Micaela, que día a día seguía por la radio las noticias que llegaban desde el frente, aguardaba con angustia cualquier novedad que pudiese venir de allí y que afectase a José.
Ignoraba que el "Fortu" había marchado de nuevo a la guerra agobiado por las investigaciones que se seguían contra él y que impedían que continuara con sus actividades. No podía imaginar que había sido incorporado en el ejército para el frente de Aragón como capitán de una bandera de Falange, y mucho menos que ahora luchara codo con codo al lado de José, su amor, por quien tantas preocupaciones sentía.
De Alfredo tampoco tenía noticias ciertas, sólo la intuición, casi la seguridad de que se encontraba vivo, que le estaban protegiendo. Un par de días atrás alguien había dejado escondida bajo la persiana de su ventana una cadena plateada que le pertenecía; anclada en ella estaba la diminuta medalla de la Virgen del Carmen que ella le regaló un día por su cumpleaños.
Se llevaban muy bien. Micaela le sacaba poco más de un año, pero mantenía por él un cierto sentimiento protector, como de madre; tal vez debido a que Alfredo, desde niño, era un ser débil y enfermizo que pronto despertaría en ella un sentimiento de ternura que llegaba mucho más allá de los lazos familiares.
Nació con una pierna más corta que la otra, lo que le acarreó problemas para aprender a caminar. Se desplazaba de nalga arrastrándose por el suelo y el miedo a caerse impidió durante más tiempo del normal que caminase erguido. Y fue precisamente Micaela, que siempre jugaba a su lado, quien propició que por fin se soltase y empezara a caminar.
También en la escuela era su protectora, pues el defecto de la pierna de Alfredo motivaba las burlas de los otros chicos, así que era ella quien evitaba que se pasaran con él en los recreos. Y ese instinto de protección que Micaela mostraba por su primo llamó fuertemente la atención de José, que desde entonces no dejó de sentirse atraído por ella, y que buscó en la amistad con Alfredo la forma de estar a su lado. A partir de aquel momento José se convirtió en su protector y Alfredo en su mejor amigo. Micaela se enamoraría para siempre de José.

Ella recordaba, cómo siendo unos rapaces aún, agarrados de la mano y tendidos sobre una meda de paja mirando al atardecer, al discurrir del río mientras el sol se escondía perezoso, se habían prometido estar juntos para siempre. Y cómo, mientras los hombres y las mujeres recogían los aperos y las herramientas para regresar a sus casas tras otro día agotador de trabajo, ellos permanecieron escondidos en su cabaña de paja mirando a la corriente, a los peces que saltaban y a los pájaros lanzándose con su vuelo veloz para rozar con su vientre el agua, que apenas parecía discurrir.
Y así esperaron el último momento, hasta que sus padres les llamaron voceando sus nombres. Entonces se abrazaron fuertemente, y con ternura infantil juntaron sus labios en un beso inocente.







En aquellos momentos, en los que Micaela curaba su nostalgia con recuerdos felices, los pensamientos de José discurrían por otro cauce. Sabía que los disparos que le habían herido, y que mataron a su cabo, no provenían de fuego enemigo; que aquel resplandor en el edificio colindante pertenecía a los tiradores del Fortu, aunque no pudiera demostrarlo. Cesaron tras disparar en aquella dirección y cuando los republicanos estaban ganando la Escalinata, era imposible que pertenecieran a estos. Además había fuego cruzado entre ellos y los del edificio colindante. Estaba seguro de que la mano negra de su paisano estaba detrás de aquello, lo que le inducía a pensar que se había descuidado, que el Fortu no había desaprovechado la primera oportunidad y que la guerra entre los dos era ahora real y cruda, como la misma batalla.

A su mente acudió el recuerdo de aquella tarde de mayo al salir de la escuela, cuando el Fortu y otros dos chicos que siempre seguían sus correrías amedrentaban a Alfredo. Acosado, éste permanecía inmóvil y mudo contra la pared del patio, con los libros de la mano y sin decir palabra mientras los otros lo provocaban con insultos. Entre tanto empezaron a propinarle empujones y patadas en las piernas hasta que cayó al suelo. El Fortu reía mientras animaba a sus amigos para que le siguieran pegando, y humillaba a Alfredo aludiendo maliciosamente a su madre, diciéndole que era un bastardo y que su cojera era el castigo de ella por su pecado.
José los vio, se agachó para coger del suelo un par de piedras, y sin pensarlo dos veces lanzó una con todas sus fuerzas que impacto en el hombro de uno de los que golpeaban a Alfredo, derribándole en el acto. Y amenazante, con la otra de la mano, les dijo a los que quedaban en pie:

-¡Soltarlo ahora mismo! ¡Si no, os rompo la cabeza!

-No podrás - dijo José Luis - somos dos.

-¡Tres cojones me importa! - replicó José, que se agachó para coger otra piedra -. Los otros callaron un momento sorprendidos. 

- ¿Entonces ? - les dijo - ¿Vais a dejarlo en paz, o queréis continuar conmigo?

-Vale, vale, ya nos vamos. No queremos nada contigo. Ahí te queda esa piltrafa que tienes por amigo.

José les amenazó levantando el brazo, amagando con lanzar otra piedra. Los tres salieron corriendo.

-¡Maldito hijo de perra, no debería haber nacido! -. Se dijo. Siempre ha sido igual y no cambiará. No dudaré cuando tenga la oportunidad, pero no me dejaré arrastrar. Lo único que pretende es que pierda los nervios, es su última esperanza. Sabe que no le perdonaré, que si lo hago será para que su sufrimiento sea mayor. Pero no, lo que deseo es matarlo con mis propias manos. ¡Maldito sea! De un modo u otro ha sido la parte del mal que me ha acompañado toda mi vida.

Berta lo miraba como si sintiera la preocupación de sus devaneos. Acurrucada entre sus piernas buscaba los ojos de José, que permanecían perdidos, secuestrados por sus pensamientos en medio de una guerra que ya no parecía afectarle. A veces sus miradas se cruzaban en el estrecho espacio que ocupaban en las trincheras antes de saltar de nuevo al ataque, o cada vez que se sobrevivía para ocupar un espacio, un lugar donde protegerse del fuego, de la destrucción de la batalla y de las terribles inclemencias del tiempo, pero Berta encontraba ausente siempre la de José. El conflicto profundo de su alma hacia insensibles sus oídos tapando el estruendo de los combates, y aquella hoguera parecía iluminar su decisión para actuar en cada momento con la determinación necesaria, como quien cumple con su trabajo, nada más. Berta intuía que aquella forma de actuar, que se había ido afianzando en él con el trascurrir de la guerra, no obedecía sólo a su experiencia y profesionalidad, sino que estaba más que nunca activada por su conflicto interior. Y contemplaba a un hombre que ponía sus fuerzas en sobrevivir por encima de todo, pues sus enemigos no sólo estaban en el frente de batalla, también alguno cubría sus espaldas.
Silbaban las balas, los obuses se estrellaban al lado y llovían las bombas, pero en los peores momentos José mantenía su entereza sin la más mínima fisura. Era el primero entre sus hombres, coordinaba sus movimientos y les infundía valor con su forma de moverse en medio de los combates, pues inducía a pensar que estaba allí de paso, haciendo el trabajo con la seguridad de que lo terminaría. Eso trasmitía esperanza de sobrevivir a sus soldados y por ello lo admiraban.
Hombre y animal habían formado hasta entonces una pareja perfecta, y ella sentía que ahora él, sin olvidarse de sus cuidados, le prestaba menos atención, pues había dejado de hablarle en voz baja para consolarse cuando estaban solos. Mas, en los pensamientos de José estaba el regresar un día a casa con su noble compañera, pues sentía una profunda gratitud hacia ella, pero la dureza de los combates y la realidad desquiciante en la que se encontraba, sumido por aquella otra guerra subterránea, le impedía mostrarse como lo había hecho hasta entonces.

Berta se había convertido también en todo un símbolo para los hombres de José: sobrevivía combate tras combate al lado de él y luchaba cada día con más arrojo, con más entrega y pasión. Su inteligencia e instinto le habían prevenido muchas veces y otras tantas fueron la clave de sus misiones. Su olfato, su oído y su intuición, eran algo de lo que su amo se servía con éxito en la lucha y que hasta entonces había asegurado la supervivencia de sus hombres. Detrás quedaban compañías enteras prácticamente aniquilas, algunas por el propio frío y otras por la intensidad de los combates, las decisiones equivocadas y la crueldad de la guerra, que con su boca feroz y descarnada engullía hombres y más hombres para llenar su vientre insaciable.

Transcurridos siete días desde la rendición de la plaza, durante los cuales Franco de nuevo detuvo los ataques aéreos por el hielo y la nieve, en Madrid se respiraba triunfalismo. Haber ganado Teruel suponía un impulso a la idea de que era posible cambiar el rumbo de la contienda, y tanto el gobierno de la República en ese momento, como la cúpula militar con Vicente Rojo a la cabeza, se apuntaron un tanto que aún no se había decidido, pues los ejércitos nacionalistas estaban a las puertas de la ciudad esperando el mejor momento para iniciar la contraofensiva final.


Rojo, una vez reorganizado el ejército republicano y tras dejarlo en manos de Saravia con el V Cuerpo de Ejército de Modesto puesto en acción, se había retirado a Madrid pensando poner en marcha su ofensiva en Extremadura, el famoso "Plan P". Pero no contaba conque ese mismo día 14 de enero Franco trasmitiera órdenes a sus generales para que iniciaran la contraofensiva final. Aranda atacaría toda la linea de Las Celadas y el Muletón por el norte, Varela se encargaría del sur del Turia desde Villastar hasta la Muela, y un nuevo cuerpo de ejército a las órdenes del general Yagüe se incorporaría al frente por el centro para cerrar la maniobra. Franco a la vez, iniciaría sobre Teruel los bombardeos aéreos más terribles y devastadores de toda la guerra después de la destrucción de Guernica por la Legión Cóndor alemana, en la toma de Bilbao.
Así, el día diecisiete se iniciaría la segunda fase de la batalla por Teruel, la batalla del Alfambra.






































































































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