El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 10 de noviembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 11




























Puede que pareciera absurdo que en aquellos pocos momentos que le permitía la situación se pusiera a escribir una carta para su novia con la intención de entregarla al primer correo que partiera. Pero sólo en eso podía pensar el escaso tiempo que no estaban luchando, y por absurdo que pareciese, aquello mismo era lo que la mayoría de los hombres intentaban hacer aunque no supiesen escribir, tal vez a través de algún compañero. El padre, la madre, la novia o algún hermano, alguien que cada cual consideraba esencial en su vida, ante el hecho real de poder morir en cualquier momento, sustraían los pensamientos de los hombres, obsesionados por la guerra. En ello pensaban todos, por eso su afán por dejar un último comunicado aunque no llegase a tiempo, una carta interrumpida una y otra vez en la escritura como se interrumpía el coito en el momento culminante para no tener hijos. Cartas eternas, inacabadas, que nunca llegarían a su destino.











Pensaba en Micaela, en el momento en que terminara la guerra para poder estar juntos definitivamente. Pero él sabía que entre ambos existía un océano que debería cruzar y donde era muy posible que naufragara, pues el mar soportaba una tormenta que acababa de comenzar y que se tragaba a los hombres a su paso. Aún así Micaela era su esperanza en aquel infierno en el que estaban metidos, el norte a seguir para permanecer vivo, el único fin que vislumbraba tras aquella hecatombe.






-Alonso -. Le voceó su capitán desde el otro lado de la sala, donde se encontraba el puesto de mando.


-Señor, a sus órdenes.


-Debo felicitarle alférez. Es usted un héroe para sus hombres. Espero que no lo sea también para la posteridad, le necesitamos.


-Señor, yo sólo...


-Vamos, vamos Alonso; no se haga usted el modesto. Ahora necesitamos hombres que se crean su misión, que no piensen que la vida es únicamente una casualidad. 

Hemos parado su ofensiva. El XVIII cuerpo de ejército republicano se ha detenido ante nuestra resistencia y no tiene capacidad para maniobrar. Su segundo cuerpo de ejército no ha conseguido despegar y les hemos infringido un número de bajas importantísimo. Están bloqueadas las brigadas de Lister y El Campesino en Quijorna y Brunete, y el V cuerpo mandado por Modesto embregado en una lucha suicida por alcanzar el río Perales. Empiezan a desmoralizarse.











José había conseguido alcanzar Boadilla del Monte con un buen puñado de hombres tras abrirse paso entre dos brigadas internacionales en su retirada de Quijorna. Estaban reincorporados a su división, la XII de Asensio Cabanillas, que había conseguido bloquear el avance del XVIII cuerpo de ejército de Enrique Casado, obstinado ahora por romper la linea atrincherada de "Mosquito-Romanillos", algo que conllevaría su destitución  por la imposibilidad de conseguirlo.







La linea Mosquito-Romanillos era fundamental para controlar el río Guadarrama, lo cual posibilitaría la acción coordinada del V cuerpo de ejército republicano por el ala derecha y el II por la izquierda del frente para envolver al ejército nacional. Pero la XII división de Asensio Cabanillas había conseguido contener los ataques contra Boadilla del Monte parando al XVIII cuerpo por el centro. En el vértice Mosquito, con el capitán Gómez Landero al mando de la guarnición. 

La linea fortificada partía desde Boadilla del Monte (Vértice Mosquito), hasta Villafranca del Castillo (Alto Romanillos.), en una larga "ese" fortificada.





-Alférez, mañana entraremos en jaleo. Nuestra compañía reforzará el vértice mosquito apoyando la resistencia que el regimiento del capitán Gómez Landero esta oponiendo en esa zona. Pero no debe olvidar que nuestra misión es itinerante y que en cualquier momento seremos reclamados en otro punto, por lo que le pido que intente conservar los hombres a usted encomendados. Son especialistas en misiones nocturnas y de apoyo logístico. Dispondrá en su sección de los mejores tiradores. Aprovéchelos bien, son hombres únicos en su oficio. El resto de las instrucciones les serán dadas en su debido momento, pero esté preparado para partir esta noche. Ahora intente descansar, tiene el día por delante, va a necesitar fuerzas en su nueva misión.





El cansancio y las horas sin dormir apenas hacían mella ya en José. Se habían convertido en un insomnio permanente donde el decaimiento físico apenas se manifestaba, tapado por el estado anímico de tensión constante en el que se vivía.

Salió del puesto de mando algo desorientado. Preguntó al soldado de guardia en la puerta dónde encontrar un sitio para echar un trago y sentarse un poco. El soldado le indicó que en la plaza del pueblo aún abría un viejo salón de baile que hacía las veces de taberna improvisada, donde los soldados intercambiaban alcohol y tabaco mientras aprovechaban para descansar.

José se dirigió a la plaza del pueblo y entró en la taberna descrita por el soldado. Una nube de humo precedía la entrada de una estancia alargada, que a medio camino, en el lado izquierdo, albergaba una barra de bar en forma de u. Un matrimonio de mediana edad, con dos hijas jóvenes - una, adolescente todavía - regentaba el lúgubre negocio que mantenía ahora la soldadesca que se amontonaba en las mesas y sobre las poyatas interiores de los ventanales haciendo corros, con sus petates y sus armas amontonadas en el suelo.

Se acercó a la barra y pidió una jarra de vino fresco. Con la mirada buscó un sitio libre donde sentarse, apartado un poco de la atención. Y entre el humo y la gente que entraba y salía distinguió tras una columna una pequeña mesa de forja de hierro con piedra de mármol y dos sillas. Pagó a la mayor de las chicas la jarra de vino y fue a sentarse allí. Sorbió un trago abundante de vino que refrescó sus papilas secas; luego, tras sacar del bolso de su guerrera una petaca con tabaco negro de picadura, se lió un cigarro y lo prendió. Cada bocanada era más que oxígeno para sus afilados nervios. Aspiraba el humo conteniendo la respiración y dejándolo escapar después sin prisas, saboreando su sabor amargo y terroso. Aquello le relajó y por un tiempo le apartó del resto, absorto en sus pensamientos tras el humo que exhalaba.
Su imagen había cambiado. El parche que ahora llevaba en el ojo, junto al sucio y desalineado uniforme pardo, le conferían una extraña sensación. Había adquirido fama entre los soldados y ahora era difícil pasar desapercibido.

Continuó abstraído por un tiempo, su cabeza se perdía por otros derroteros y se dejaba llevar por las contradicciones que albergaba en ese momento: aquella guerra era una locura. ¿Qué pretendían quienes luchaban, repartir una herencia? Eran hermanos. 
¿Qué sociedad realmente nueva se construye a partir de una guerra donde los hombres más jóvenes, como los mejores retoños de los árboles, son sacrificados?¿Por qué los hombres pueden llegar a ser tan crueles, por la impunidad que les aporta el hecho de obedecer?¿Quien es más responsable, el que ordena la masacre o quien masacra? 
¿Qué desea el hombre venciendo sobre el hombre, el hermano 
imponiéndose al hermano?








-Mi alférez - le interrumpió el sargento huertas -, ¿puedo sentarme a su lado?



-Si claro, ¿cómo no? Siéntese por favor.



 -Le he visto solo y he pensado que tal vez le apetecería compañía.



 -Me ha pillado en mal momento, pero no se preocupe, no me molesta; aún más, se lo agradezco Huertas.



 -A juzgar por cómo le veo no deben ir muy bien las cosas allí arriba, en el puesto de mando.


 -No, no es eso. No se preocupe, todo va bien, mejor de lo esperado. Tal vez el cansancio me haya sorprendido un poco. Hacía tiempo que no disfrutaba de un momento de tranquilidad.
¿Que tal los muchachos? Seremos movilizados por la noche, deben estar preparados.

 -Todo controlado y listo señor. ¿Cree usted que ganaremos esta batalla?

 -Creo Huertas, que la guerra será larga y esta batalla decisiva, aunque no definitiva. Y mientras así no sea, nadie habrá ganado del todo. Y lo peor es que para ello aún habrán de morir miles de hombres, para alimentar el apetito insaciable de otros pocos. Dígame Huertas, ¿qué especie se devora a si misma para poder sobrevivir? Cada vez me cuesta más creer en el género humano, a veces sólo somos lobos sedientos de sangre.

 -Necesitamos demasiado espacio vital, señor. No somos como las plantas, que crecen juntas exuberantes, creando micro-climas diferentes, aprovechando cada espacio para crecer en armonía con el resto. No, los hombres nos movemos demasiado ampliando nuestro radio de acción sobre el resto y entrando en conflicto por ese espacio vital.

 -No sabía sargento de su sensibilidad y entendimiento en cuestiones de la vida, pero veo ahora que la suya no ha sido en vano todo este tiempo. Seguramente tiene razón en lo que dice, es sencillo comprenderlo tal como lo muestra, pero es amargo aceptar que sea así.

 -Creo señor, que no estamos aquí para algo más. Es demasiado grande el privilegio que se nos ha concedido de vivir esta vida, aunque sólo sea por un tiempo. No necesitamos pretender otra cosa. Nuestra vida es ya algo sublime y hermoso. Por eso no debe desconcertarnos la necesidad de defenderla para sobrevivir. Es nuestra obligación de ser.

 -Estoy seguro de que seremos grandes amigos Huertas. Pero dígame cómo llegó al ejército, siento curiosidad. Parece como si siempre hubiera estado en él.

 -Algo así señor. Como otros muchos mozos de mi Céuta natal, pisamos antes un cuartel que una escuela. Allí la mayoría de los españoles viven del ejercito, por y para él. Así que llevo en él toda mi vida. Mi padre era sargento también. Nací al lado del cuartel en el que estaba asignado el regimiento al que pertenecía mi padre. Soy el mayor de siete hermanos y la tradición manda.

 -¿Cuál es su verdadero nombre sargento?

 -Sergio señor.

 -Entre nosotros, no vuelva a llamarme señor; llámeme José. Yo le llamaré Sergio. Estoy seguro de que es un caballero.


 En ese momento entraban por la puerta del bar Manuel y Jacinto, sus antiguos compañeros, seguidos de un pequeño grupo de hombres. Venían charlando en voz alta y algo eufóricos, como si hubiesen abusado demasiado del brandy que el ejército repartía.
La vista de águila de Manuel divisó al instante al hombre del parche en el ojo sentado en la mesa de mármol, junto al gigante de pelo blanco. Quedó parado un momento, sorprendido, en aquella postura tirada para atrás que le caracterizaba; entonces se dio cuenta, y con aquella voz socarrona y verdulera que ostentaba, gritó desde casi el centro del salón:

-¡Pero cacho cabrón, será posible! ¿Qué coños haces aquí?  ¡Hay que joderse, la vida es un pañuelo!

 -¡Hombre Manuel, Jacinto! ¿Cómo os va? - José se levantó del asiento para dar la mano a sus amigos, pero Manuel se adelantó para abrazarle efusivamente.

 -Cabronazo, te veo bien. Me alegro.

 -Yo también Manuel, yo también. Jacinto choca esa mano, ¿Qué tal te va?

 -Bien, bien José. Aquí al lado de este"pirao".

 -Mirar, quiero presentaros a mi compañero, el sargento Huertas.

 -Mucho gusto, me alegro -. Dijeron ambos.

 -Muchachos - voceó Manuel dirigiéndose a los hombres que los acompañaban - podéis tomar lo que queráis en la barra, nosotros beberemos algo con nuestros amigos.
Bueno José, ¿qué ha sido este tiempo de ti? Parece que has ganado algo que ya nunca te abandonará -. Refiriéndose al parche en su ojo.


-Si, son gajes de la guerra. Una gitana me dijo que la vida siempre deja huellas, que es la muerte la que se lo lleva todo. Así que me siento agradecido.

-Tu siempre tan chistoso, joder. ¿Que gitana te dijo eso?

-Es una broma Manuel - intervino Jacinto - ya sabes como es José.

-Con los gitanos no se bromea, somos gente seria.


-Bueno hombre, no te pongas así. Decidme que sabéis de Daniel y Tomás.



 -Un mal rayo les parta - voceó Manuel.



 -No hemos vuelto a tener contacto con ellos, les destinaron a otro regimiento de caballería motorizada. Nosotros nos quedamos con las mulas - dijo Jacinto -. Seguimos con las misiones especiales de avituallamiento. Ahora acabamos de llegar de retorno de Villanueva del Pardillo, que también se ha perdido. Estamos ambulantes, pero no nos pinta mal, no carecemos de nada. Y a Manuel ya sabes como le gusta esto.



 -Me alegra veros chicos; esperad un momento, pediré una jarra de vino para todos.


 -¡Camarera, por favor, un momento! Sirva una jarra grande de vino para mis amigos -. La camarera regresó al poco tiempo con una jarra de vino y cuatro vasos.

 -¿Y a ti cómo te va? - Le preguntó Jacinto.

 -Bien, no me puedo quejar para como están las cosas. Como veis, no me faltan amigos. Eso es lo más importante. Por lo demás, no he encajado mal en el nuevo destino después de haber superado la primera dificultad en Quijorna. Conseguimos abrir brecha y salir de allí.

 -Es todo un héroe muchachos, podéis estar orgullosos - les dijo Huertas -. Da lo que tiene sin importarle perderlo. Los hombres le admiran y le siguen, tiene todo un porvenir en el ejército si sobrevive.

 -¡Vaya, vaya, José. Así que un héroe! ¡Hay que joderse. Y eso que lo tuyo no era esto! - Dijo Manuel.

 -Consiste en adaptarse al momento, ahora las tierras producen poco y escasea el trabajo en el campo. Aquí no falta que hacer -. Todos se echaron a reír al tiempo por la ocurrencia de José.

 -Y vosotros dos, ¿cómo es que aún no habéis encontrado la forma de pasaros al otro bando?

 -Ya no queremos eso, hemos cambiado de opinión. Mierda hay en todos los lados y aquí nos pinta bien. Además estamos seguros de que ganaremos esta guerra a esos comunistas, que quieren enseñarnos a vivir y ellos no saben ponerse de acuerdo - contestó Manuel -. Mucha libertad y todas esas cosas, pero quieren jodernos a hambre y mediocridad.

 -¡Cómo hablas Manuel! Pareces muy cambiado - dijo José -.

 -No - le contestó Jacinto - sólo que Manuel ha descubierto ahora las ventajas del capitalismo. Puede hacer lo que quiera y decidir por sí mismo. Le gusta matar y eso lo hace bien, así que aquí se encuentra en su campo de trabajo.

 -¡Bueno, bueno; entonces ahora sois una banda!

 -Nunca mejor dicho José. Ese es el espíritu que compartimos todos. Manuel dirige el mando y los hombres no lo discuten - continuó Jacinto -. Yo estaré junto a él el tiempo que dure esto.

 -Estáis hechos el uno para el otro. Espero que tengáis suerte, el tema está muy feo - se despidió José -. Nosotros debemos irnos, los hombres esperan nuevas órdenes. Saldremos esta noche para una misión y tenemos que revisar todos los detalles antes de que llegue la orden de partida. Espero volver a veros. 

Huertas y José se levantaron de la mesa. También lo hicieron Jacinto y Manuel, el cuál, llorando como un niño con pucheras se abrazo de nuevo a José. Después se despidió Jacinto, quien le deseó suerte mientras besaba su mejilla.


Regresaron a la compañía, pero en la cabeza de José ya no cabían las contradicciones. El encuentro con sus antiguos compañeros había resultado un chorro de agua fresca sobre sus calenturientos pensamientos y eso le permitía retornar a su estado de ánimo inicial, como siempre había sido: sosegado, prudente y a la vez decidido, templado de carácter. Las dudas y las indecisiones le abandonaron del todo, había superado su debilidad gracias a la amistad. Volvió a tener de nuevo confianza en el ser humano y se decidió a que ya nunca más dudaría de la grandeza de ser hombre.

Pero aquel refresco no significaba más que un respiro emocional, pues pronto entrarían en una tensión constante que deprimiría los nervios de los hombres, poniendo otra vez a prueba su templanza.








































































































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