El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 29 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles. ( La fama tenía ...)


La fama tenía un precio y un motivo para ello. El motivo una causa, y ésta, un por qué.




Éramos, "la generación de los sesenta", quienes nos abríamos al mundo en los años ochenta del sigloXX aprendiendo a amar, a crear, a opinar y a sentir; quienes vivíamos y moríamos imaginando un nuevo mundo, otra nueva era.


Fuimos unos "chicos malos"; puede que entre todo lo que pudiéramos hacer fuera el camino más recto vislumbrado, cuando la "contracultura" al viejo sistema había ganado la batalla rompiendo moldes, algo que disfrutaríamos y que otros nos habían legado prepotentes, seguros de que prevalecería. El reino de la imagen había llegado y seríamos nosotros quien lo hiciésemos real y posible. La imagen siempre nueva y eterna de la juventud, que todo lo puede aunque no exista y todo lo cambia aunque no sea necesario.


Herederos de las ropas sucias, los pies polvorientos y el pelo largo, que ocultando nuestra imagen tratábamos de conseguir una personalidad hasta entonces inexistente, indefinida aún, invertimos el proceso para, a través de la imagen distinta, forjar nuestro yo.


En pandilla pisamos las calles humedecidas de la ciudad, sufrimos el riguroso calor en las horas centrales del día sin comer, y nos refugiamos en los parques, en los portales, todo por no ir a clase, por disfrutar otro nuevo momento de libertad, de experimentación que sofocase el ansia de nuestro inexperto e incipiente "yo". Destacar para poder definirnos era el por qué, y nuestra juventud la causa que propiciaba todos los motivos. Pero no sabíamos, ni tampoco aceptaríamos, que la fama, la personalidad imaginada por uno mismo y por los demás, tenía también un precio.


La fama de chicos malos nos había juntado para más tarde cobrarse su precio en base a nuestra competencia por los valores y distintivos individuales, por los que muchos de los que emprendimos ese camino, esa senda - guiados por una estela de juventud eterna- se perdieron para no recorrer nunca más otro camino.
Y fue la pandilla el embrión de nuestros sueños, que nos permitía crear y vivir nuestro mundo propio, imaginario, donde los horizontes los marcaba lo que no podíamos hacer posible, nada más.


La música, la publicidad - máximo exponente de las artes de nuestra época-, la apertura política y social y el auge de la tecnología, facilitaban un nuevo modelo de desarrollo material y de liberación individual que imprimía un sentido de velocidad, de vertiginosidad a los cambios; cambios que se esperaban, se perseguían, se deseaban.
Y la peligrosa, vertiginosa evolución, no perdonaba respiro, no permitía perder el tren. Tren que llegaría más tarde a la nada, al "todo es lo mismo, todo es igual". No podemos comprar nuestros sueños, no podemos crear la felicidad, que al final es lo que pretendemos. Entonces no habíamos aprendido lo suficiente para comprenderlo y el camino rápido nos parecía el seguro; imponíamos la lógica del momento, o al momento, esta nueva lógica.



Repetíamos nuestra corta vida contándonosla unos a otros, una y mil veces en cualquier parque o en algún portal, febriles de "anfetas" y ciegos de "porros". Hacíamos amigos nuevos en el deambular y sobre el mismo interés: "hoy por ti y mañana por mí". Recorríamos una y otra vez la ciudad entre jarras de "mistela" y botellas de Martini que robábamos en el supermercado, entrando en multitud para despistar a las dependientas y los cajeros, a quienes siempre pagábamos con alguna chuchería necesaria para llenar nuestros estómagos vacíos de comida, llenos de pastillas, humo y alcohol.
Devolvíamos al suelo nuestros propios fluidos para continuar embriagados sin descanso, como si perteneciésemos a otra dimensión que no se comprendería sin experimentar, sin drogarse.




Fue magnífico aquel concierto de rock aquella tarde lluviosa, que motivó más si cabe la afluencia de público juvenil al teatro cedido al instituto de enseñanza al que "fumábamos" las últimas clases, que muchos como yo dejaríamos de disfrutar pronto, porqué llegó el día que como se suele decir, "pedí la cuenta antes de que me echaran".
Aglutinó un buen número de jóvenes músicos locales, experimentados en la música rock y con un nivel musical de gran calidad. Extraordinario festival, y una orgía de sonido y embriaguez para algunos como nosotros, que aprovechábamos la ocasión para sacar partido, seguir en nuestra onda y destacar con ello ante los otros; al menos eso era lo que creíamos. Y realmente, nuestras ropas sucias, destartaladas, los pelos desaliñados y un aire de "pasotas colgados" así lo mostraban.


Nos pegábamos por hacernos el último porro y guardábamos celosamente cada nueva adquisición de pastillas, reservándolas para la ocasión que necesitáramos sentirnos mejor, ya fuera con la intención de elevar nuestra inconsciencia, o para no soportar el dolor que produce el "bajón" de la abstinencia.


Salimos del concierto entre sopores de hachís, neurasténicos de pastillas y sordos de decibelios. Felices, pues después de la venta, recuperado lo puesto, nos había sobrado un buen trozo para nosotros- para Mar y yo- que habíamos captado más clientes que el resto de la pandilla y a quien nuestro hermano mayor, " el Colgueta", nos esncomendaría la tarea de terminar de "pasar" a cambio de la contrapartida que nos llevaríamos.




Mar era una chica, más bien una niña, menuda y feúcha. Tenía cara y decisión de chico, y carácter firme y calculador de mujer. Disponía entoces de una cantidad de dinero que para mi era impensable, y yo para ella sólo era el amor platónico, su mejor amigo y alma gemela. Mas su afán de protagonismo, que avivaba un espíritu inconformista y fuertemente orgulloso, condicionaba su relación conmigo, que era un carácter más acostumbrado a aceptar las derrotas, a sentirse separado, segregado del resto.
Ella llevaba los pantalones y yo mantenía el vicio que propiciaba mi indecisión. Pero mi vicio no era como el suyo, más de este mundo, de la realidad más próxima e inmediata. Mi vicio era sobrevivir a un tiempo que había perdido, una vida que murió y otra que aún no se abría, que pretendía pero que no se iniciaba.
Así que ella se hizo cargo del "mondongo", que entre los dos prensaríamos de nuevo, cortaríamos en láminas y "pasaríamos" al mejor postor, de quien nos creíamos seguros de sacar el mejor provecho dada la escasez de material que había en la ciudad; más, después del concierto.


Al día siguiente, bajo el calor de la siesta de verano, fuimos a una casa que pertenecía a una tía suya que vivía en la ciudad, y que mantenía cerrada en el pueblo. Yo llevé mi viejo cassette y mi guitarra española con cuerdas de acero para aprovechar el rato, pues sabía que Mar, a quien le gustaba disponerlo todo, manipular y ordenar cuanto en sus manos caía, no iba a cederme el protagonismo. Sólo dejaría que aprovechase las migajas, como buen perro de compañía. Y aunque yo sólo necesitase amor, Mar  era el único amigo que de verdad me quedaba. Y además era mujer, algo que nos hacía una pareja extraña a la vista de los demás, quienes pensaban que nuestra relación era otra cosa más que amistad. Pero en realidad no era así, sólo nos mantenía unidos un estrecho hilo que pronto se rompería. Y ese hilo era mi propia desorientación, la falta de perspectivas y de recursos materiales que me mantenían sumido en un ser sin ser. Mi tiempo anterior había fracasado y con el mis ilusiones juveniles, haciéndome un personajillo sombrío, indeciso, que me aferraba a unos valores que nadie compartía ya, pero que los largos años de seminario dejaron grabados en mi alma más que en mi cerebro. Y tal vez aquello me salvó al final de la hecatombe posterior, como superviviente milagroso de un naufragio inevitable.




Toqué con fuerza las cuerdas de mi guitarra repitiendo los tres acordes que más a rock sonaban, chapurreando un ingles ininteligible ni siquiera para mi; y lloré mientras recordaba a Paco, mi mejor y primer amigo de internado, que murió de cáncer el segundo curso, y a quien, sin poder despedirme, nunca volví a ver. Tal vez no llorara por él, sino por su pérdida, que me dejó vacío por primera vez, y que tras mi mente embriagada por el hachís, retornaba como un fantasma.
Pero Mar, ajena a mi dolor, obsesionada por el negocio, no supo comprender. Creo que de haber sido de otro modo, es posible que la hubiera amado para siempre.


Pronto me hizo retornar a la realidad impeliéndome para que la ayudase a preparar las "posturas", que como buenos discípulos trataríamos de multiplicar para sacar nuestro beneficio. Así que de este modo nos pusimos manos a la obra triturando de nuevo el polen, calentándolo para volverlo a prensar más fino y conseguir más partes. Envolvimos cada una en papel de plata y las metimos en una caja de purillos vieja, metálica, que Mar había traído de su casa. Todo estaba preparado, Mar no quiso perder tiempo con mi concierto y nos dispusimos para irnos sin más dilación a la ciudad; "a dedo", como hacíamos siempre, pues entonces ninguno de los dos disponíamos de vehículo.








El día había cambiado dejando el calor bochornoso paso a las nubes tormentosas, que permanecieron durante toda la tarde aquel domingo, negro para mi.
Nos encaminamos directos al parque central de la "Avenida", donde nos encontrábamos siempre con los demás chicos de las otras pandillas para ejercer el vicio y trapichear. Puede que llegáramos demasiado pronto y que esto nos perjudicase, pues al poco apareció "la panda del Víctor", quienes siempre estaban al acecho de los nuevos y de los más débiles para sonsacarles su provecho.


- Hola Mar- dijo Víctor, vestido y peinado a lo James Dean, pero con sus pantalones vaqueros ajustados, sujetos por su cinturón de doble hebilla encima de los riñones- estábamos buscándoos. ¿No está Pablo (El colgueta.)? Queríamos "pillaros algo de chocolate".
A Mar se le pusieron los ojos como platos y una sonrisa que no logró disimular, y echando mano a su bolso del anorak-coreana donde guardaba la caja, le contestó:
- Me quedan unas posturas. ¿Cuanto queréis?
- ¿Es el mismo que el de Pablo? Si es así, un "talego" y medio. A ver como lo tienes.
- Como siempre tío, es lo que queda y me parece que por ahí no vais a encontrar más.


Yo miraba mientras tanto al grupo que nos había rodeado en el centro del parque, vacío a esas horas de la tarde, mientras el cielo rugía y las nubes amenazaban con reventar. Eran cinco chicos, la mayoría nos superaban en edad, y desde el primer momento aprecié que no eran buenas sus intenciones.


- Vamos Mar- continuó Víctor- no pretenderás que paguemos un talego por medio. Me parece que quieres racanearnos.
- No; estas posturas me las ha dejado Pablo y yo no puedo darte más. Si quieres llévate medio talego y os lo pensáis; nosotros estaremos por aquí hasta que llegue el Colgueta.
- Bueno, la verdad es que ahora no tenemos dinero, hemos cogido unos "tripis" y estamos esperando a Óscar, que vendrá pronto con más dinero. Déjanos ahora un talego y después te lo pagamos.
- No puedo tío, no es mio. Pablo me lo pedirá en cuando venga, y no admitirá que os lo haya fiado. Esperar un poco, no tardará.


El grupo apretó más nuestro espacio intimidándonos y apartándome a un lado. Víctor, como un gato sobre su presa, arrancó de las manos de Mar la caja metálica, para con sorna bravucona decirnos con sonrisa burlona:
- ¿Y ahora qué? Pensabais que estábamos perdiendo el tiempo con vosotros, mierdas. Si no sabéis no os metáis, pringaos.
- Dáselo Víctor, cuando se entere Pablo vas a tener problemas, y ella no tiene la culpa.
- Tu cállate moniato, contigo no va el rollo. Y dándome un empujón me apartó de su lado.
- Se lo voy a contar todo a Pablo y juro que te acordarás- dijo Mar-.
-Dile lo que quieras, niñata; no le tengo miedo, y piensa que si no te parto la cara es porque eres una chica, ¿vale?


Se retiraron contando las posturas mientras se reían y se burlaban de nosotros, que quedamos como dos mierdas al sol esperando que las picaran los pájaros.


El mosqueo de Mar fue descomunal, echaba fuego por sus ojos y yo tampoco me libre de la ira de su lengua afilada. Intenté tranquilizarla un poco, pero pronto comprendí que no estaba dispuesta a que aquello quedara así, y que haría todo lo posible por resarcirse.




En silencio esperamos al Colgueta, que apareció un rato más tarde exprimiendo entre sus dedos un cigarrillo- fumaba sin parar- con aquellos andares de Junkie colgado de donde provenía su apodo. Usaba gafas, pues era algo miope, y su atuendo no iba a la moda; llevaba siempre prendas anticuadas, ya que sus padres, que regentaban los mayores almacenes de moda de la ciudad, no le permitían nada nuevo, dado que al momento lo vendería para comprar drogas.
Disponía de la carrera de filología francesa, que le condujo hasta Amsterdam para traducir varios libros y donde se hizo heroinómano para siempre. Regreso pocos años más tarde rescatado por la familia, mas, perdido definitivamente.
Era adicto a la aguja y a todo aquello que mitigara su ansia, su mono insaciable y voraz. Nos sacaba a nosotros casi veinte años y su vida era un eterno vagar entre trapicheo y trapicheo.


Un martes a medio día, fuera del horario comercial y por la puerta de atrás, desde donde accedían a la vivienda, nos metió a toda la pandilla en la boutique, que saqueamos cual langostas llevándonos lo que quisimos y pudimos al cincuenta por ciento; cien por cien para él. Con aquel dineral que saco se fue a Madrid para comprar hachís, que posteriormente venderíamos en el festival.


Llegaba con una sonrisa en la cara, como casi siempre que nos veía. Éramos las dos personas que aún le apreciaban, y Mar, admiraba su relativa independencia, su total libertad y la falta de escrupulosidad para recorrer las calles con aquellos andares de oso viejo y cansado acompañado por dos adolescentes descarriados como nosotros.
Pero pocos metros antes de llegar hasta nosotros intuyó que algo pasaba, algo que no había ido bien. Mar estaba a punto de llorar.
- ¿Qué pasa chicos? Hola Mar; hola Yeferston -refiriéndose a mi- ¿Os ha sucedido algo?


Mar estaba ahogada por las lágrimas que la rabia y la impotencia no la dejaban tragar, y antes de que pudiese contestar, me adelanté para decir:


- Nos han dado el "palo" Pablo. Han sido Víctor y sus chicos. No hemos podido hacer nada, nos estaban esperando.
- Ha sido ese "hijoputa" de Víctor- replicó Mar- Me engañó, creí que iba a comprarme algo, pero el muy cabrón sólo quería quitarnos todo.


Así se expresaba Mar: en primera persona siempre que creía algo como propio, y en segunda, cuando ese algo se escapaba de sus manos y no podía controlar.


-No os preocupéis, que voy a ir a por él, y cuando lo encuentre no le van a quedar ganas de acordarse de este día. Ese mal nacido aún no me conoce. Le voy a partir esa cara de chulo gilipollas.


Sin decir más echamos a andar impulsados por la prisa de la emoción y el deseo de encontrar a Víctor en el sitio que esperábamos estuviera. El sol se apagó de pronto ocultándose entre las nubes negras que cubrieron el cielo por completo, y una brisa fría precedió a las primeras gotas de agua que suavemente empezaron a caer sobre el asfalto.
El ritmo frenético de nuestro amigo nos llevaba sorteando las calles mientras nos dirigíamos al casco antiguo de la ciudad, buscando encontrar abierto el viejo mesón, primera parada obligada, donde esperábamos encontrar al ladrón.


Se empaparon nuestras botas de entretiempo, de piel vuelta, cruzando de cera a cera, entre calle y calle, y poco antes de que llegásemos a nuestro destino, a la altura de una de las múltiples iglesias románicas que lucen el casco histórico de nuestra pequeña ciudad, le vimos que venía de regreso.




Pablo caminaba enérgico, con la determinación y la vista avanzada de un cazador, y antes de que Víctor le avistara, ya le había apresado por el cuello estrellándole contra la pared de piedra, rugosa y desgastada por los siglos.


- ¿Que pasa ahora?- Y dándole dos buenos bofetones con la mano que le quedaba libre, clavó la rodilla en su vientre quedándole sin aire y doblado. Lo irgió con enorme energía para de nuevo decirle:


- No te voy a partir la cara ahora, pero esta tarde, en el parque de la avenida, te espero con la pasta que me debes. Y juro que te la partiré si me haces esperar. Ahora largo, fuera de mi vista; sanguijuela, hijo de puta.


En Mar se había producido un cambio sorprendente. Las lágrimas anteriores se convirtieron en prepotente sonrisa, mordida por el deseo consumado de venganza. Fue para ella la prueba de fuego que la catapultó en adelante al púlpito de una muerte en vida, que duro nueve largos años por el camino de la locura, de la "heroína".


Pero para mi, la aventura aún no había terminado. Iba a ser la víctima que pagaría los platos rotos, el motivo de las iras de Víctor y su pandilla, que necesitaban su resarcimiento para seguir siendo lo que eran. Buscaron el eslabón más debil, menos protegido, que era yo por no haberme defendido de otra manera; y aprovechando una de las ausencias de el Colgueta, el lunes siguiente, en la primera hora de clase, que como siempre después del fin de semana nos fugábamos para ir a la bolera de la Avenida para jugar al "Pin-ball" y continuar con nuestro rollo, me esperaban impacientes.


Mar y yo entramos como de costumbre despreocupados, pendientes sólo de buscarnos la vida que llevabamos, sin pensar en nada más. Victor estaba recostado sobre la entrada en postura "Dean", saludándonos con sonrisa de zorra. Al cabo de un momento bajaron sus secuaces para provocarme, incitandome a que saliera fuera, pues uno de ellos amenazaba con romperme los morros. La bolera estaba casi llena a esas horas y todo el mundo empezó a mirarme con sorpresa, esperando de mi una reación lógica, lo que capté al momento. Y sin más dilación salí tras ellos al exterior. Al instante se formó un enorme corro de gente que brotó del local, además de la que esperaba a la sombra de los árboles de la calle.
Nos quitamos las prendas de entretiempo que aún llevabamos, por las últimas tormentas del mes de Junio, y sin más comenzó la lucha. Yo raras veces había peleado, y mi rival era un esperimentado aprendiz de Kárate que frecuentaba habitualmente, desde edad temprana, uno de los clubes de artes marciales que enseñaban en la ciudad.




Mis desesperados intentos por alcanzarle fueron inútiles; me esperaba tranquilo, sin moverse apenas, y cada vez que yo lanzaba el brazo, su puño se estrellaba en mi cara una y otra vez. No me faltó valor, sino experiencia, pues antes de que mi ira se contuviese nos separaron tras ver que de mi boca brotaba sangre. El otro, algo más mayor que yo, había sido el ganador. Y yo, como siempre, el perdedor.

Terminé curando mi labio inferior, triturado entre mis dientes y su sello de oro, en el hospital militar, donde me cosieron a carne viva sin hacernos demasiadas preguntas.
Mar lloró por mí y apoyó su cabeza en mi hombro mientras salíamos. Lloró por mí y por lo que de mí no había conseguido, sintiendo definitivamente que era otra cosa lo que deseaba. Pero al salir juntos del hospital, con mi cara magullada, dolorida, agarrados los dos como novios, me sentí bien, pues estaba seguro de haber hecho lo que debía y convencido por fin de lo que no deseaba.
A partir de ese día todo cambió entre los dos. Yo seguiría en adelante con mi fama de perdedor y ella de mujer fatal, lo cual nos distanciaría poco a poco, hasta hacer que nos separásemos definitivamente. Yo traté desde entonces de quitarme el mal cartel, que como de costumbre me colgaba, y ella aprovecharía su fama y su dinero para sumergirse en el mundo de la aguja, que la encarceló durante años de casa en casa, de piso en piso, sólo saliendo para "pillar" algo que meterse en vena, o apaciguar su ansia a base de copas de brandy.






























































































































viernes, 19 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles.


- Revélame tu sentir por las "ideas"- dijeron las palabras, consternadas por tantos pensamientos contradictorios.


El sentir reveló:


Puede que nuestra existencia parta de una idea, pues el hombre muere, pero no así sus ideales. Las "ideas" nacen en la naturaleza humana y son motor de su evolución. Con el tiempo crecen y se propagan perfeccionándose, pero que se demuestre, hasta ahora ninguna ha prevalecido sobre las demás. Tal vez todas tengan su génesis en la creación y cada una sea el embrión de la siguiente. Sólo el carácter natural - animal del hombre - es el responsable de la lucha por ellas, pues ninguna idea es mala. En su soberbia los hombres son arrastrados a imponerse unos sobre los otros, ya que aún no han conseguido liberarse de la ley natural, material; y su espíritu, su "materia oscura"- así llaman lo que todavía no comprenden- no ha sido liberada.



La manipulación de las ideas está en la base de lo que llamamos política, la cuál, sólo pretende afianzar el mal llamado "humanismo", que nos sigue encadenando a nuestro mundo material visible, y que nos impide aceptar lo que ya sabemos: que nuestro espacio vital sólo es una partícula prácticamente invisible en el cosmos inabarcable que ciertamente percibimos.


Puede que nuestra existencia parta de una idea "creacionista", anterior a todos los tiempos, y que nosotros seamos la materialización de esa idea, pues desde entonces el mundo está hecho a nuestra imagen y semejanza; sólo hace falta fijarse un poco.
Es fácil que no seamos capaces de vivir de una idea, pero seguro moriríamos por ella.


lunes, 15 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles. (El cartero del Rey.)



Quizás ya por entonces, en los albores de los años setenta - década decisiva, maravillosa en cuanto a explosión técnica y cultural, social y política - apuntaba yo un cierto talento innato.


En aquel tiempo, cuando el mundo entraba a diario en los hogares de nuestra España a través del televisor, debí ser un niño ilusionado, lleno de fantasía e imaginación. Tal vez mi debilidad física, condicionada por mi ser menudo, propició que desarrollara en mí un sentido especial del que carecían el resto de los niños de mi edad, sustraídos a la competencia con los otros por la fuerza física. Y ese sexto sentido, por llamarlo de alguna manera, se basaba en una memoria prodigiosa y un gusto especial por el lenguaje, algo en lo que esa memoria jugó un papel importante, sintetizando y ordenando los conocimientos que adquiría- más bien absorbía- de todo aquello que por mis ojos entraba.
En una época donde los niños, además de jugar a" indios y vaqueros", soñábamos con ser un día actores de Hollywood o estrellas de Rock, yo aspiraba la cultura y las modernidades de la época materializándolas en mi personalidad. Los demás chicos me admiraban por ello y así conseguí la fuerza que me faltaba sin tener que competir con ellos; protegido de todos, por todos, gracias a la fascinación que les despertaba . Y hasta los chicos malos evitaban ponerme en aprietos.


Los mismos educadores - maestros, en nuestro tiempo-, desde el primer momento me trataron con mucho tacto, pues vislumbraron siempre en mí un carácter diferente, extrovertido y a la vez intimista; fantasioso, pero también realista. Algo poco común.


A pesar de todo no era un buen estudiante, nunca entendí bien las matemáticas y por mucho que me esforzara no mostraba aptitudes plásticas. Aún así, siempre tuve el asiento reservado frente al profesor junto al primero de la clase, lejos de las guerras e intrigas de los otros chicos.


Pero aquella ventaja aparente, quizás no fuera más que la forma de control de unas aptitudes que se esperaban de alguien para quien existía un futuro preconcebido de antemano, y que se intentaban salvaguardar del derrotero seguro que otros niños de mi generación seguirían sin remisión. Y así sucedía ciertamente, pues los privilegios que otros pocos como yo disfrutábamos eran impensables para la mayoría, que sufrían la tiranía de sus padres primero antes de poder acudir a la escuela, debiendo asumir después la represión de un sistema educativo donde existían dos varas de medir; una para el castigo, que siempre recaía en los mismos y para quienes no había disculpa. Pobres hijos de pobres, que tenían que contribuir primero al mantenimiento familiar antes de acudir a recibir la formación necesaria para ser hombres de provecho el día de mañana. Llegaban siempre tarde a clase, y la forma de castigar a los padres consistía en torturar a sus hijos, substraídos de la práctica del estudio por el cansancio lógico que propicia el trabajo y la falta del descanso necesario.


Aquel largo y enjuto profesor vestido de perfecto traje gris y abrigo largo de "pelo de camello", de cara y nariz afiladas bajo un cabello ralo y engominado que hacía juego con su bigote fino y alargado, a quien esperábamos jugando en el porche de la escuela y por quien nos pegábamos para hacer cola a la puerta cuando le veíamos aparecer calle abajo en su flamante "Simca"- también gris como su carácter-, era un auténtico demonio que nos obligaba a rezar un "Padre nuestro" antes de entrar en silencio en clase. 
Todos admirábamos y temíamos a su magnífico perro policía de capa negra, que de vez en cuando, llegado el buen tiempo, traía de la ciudad para sacarle de paseo por el campo durante el tiempo de recreo. Hacían una pareja perfecta, pero como todo lo que rodeaba a nuestro siniestro profesor, terminaría de forma oscura. Acabó siendo regalado a un aprendiz de fontanería como pago en especies por un servicio contraído por su amo, quien tal vez quisiera quitarse las obligaciones necesarias para mantener un animal de su categoría en un piso de ciudad.



Un día le vi peleando contra una mezcla de mastín español y dogo argentino blanco, poderoso, con las orejas cortadas y el cuello protegido por un collar de púas - del que antes fue desprendido -, en una lucha concertada por su nuevo amo con unos pastores del pueblo que vivían en mi calle.


Fue tremendo - quedé impresionado por su nobleza y bravura - enfrentándose a un animal más joven y poderoso a quien mantuvo a raya desde el primer ataque, consiguiendo hacer presa firme en su cuello hasta que consiguieron separarlos. La batalla quedó en empate técnico, pero para mi el héroe fue él.

Mas como decía, entrabamos en la escuela sin rechistar, sin hacer ruido. Nos sentábamos en silencio frente a la mesa del profesor con la estufa de gas dándonos la espalda, orientada a sus largas piernas tapadas por buen paño. Mientras, poco a poco iban llegando los rezagados, a quienes mandaba colocarse en fila de pie junto a la pared, antes de examinarles frente al encerado de alguna lección que aún no habíamos dado, para que no se olvidaran de la que ya sabían. Encima del vetusto armario donde se contenían los escasos libros de lectura y los juegos educativos, habían dos herramientas, tan odiadas como temidas. Una era una fina y larga vara de "negrillo", y la más temida y menos deseada, una vieja goma de gas butano. Ésta hacía tanto daño a la vista de los demás como a los muslos y pantorrillas de los mártires, pues se ceñía a sus cuerpos de tal modo que quedaban impávidos, sin posibilidad de movimiento. Y aquel sádico doctor de letras - maníaco reprimido - ejecutaba el castigo con energía y sin remordimiento alguno, con la impunidad que le atribuía el régimen autoritario que soportábamos.


Yo probé su ira un par de veces. Una tarde me mandó estudiar una lección - recuerdo su título: El lagarto. -, un tema sobre los reptiles. Supongo que alguna abstracción del momento - nunca me faltaron - robó mi tiempo, ya que no puede terminar la lectura del texto; mas como siempre confié en que no me llamaría. Pero aquella fue la excepción que confirmaba la regla, y cuando más distraído estaba,me llamó a su mesa para preguntarme. Me levanté y fui hacia la mesa y me coloqué entre ésta y la estufa de gas, como siempre lo hacíamos en tiempo de invierno para tratar de matar el frío que pasábamos; pero debí acercarme demasiado, pues al momento sentí como prendían mis pantalones de espuma, los cuales apagué con mis manos heladas. Cuando conseguí recomponerme un poco me dijo: 

-Venga, empieza.- 

Pero mi memoria me jugó una mala pasada. Como pude comencé:


- El lagarto es un animal de la familia de los reptiles, que se reproduce por huevos y tiene la sangre azul...
- ¿Cómo?
- Que tiene la sangre azul.

Levantándose enérgicamente me agarró por la oreja derecha, y tirando de ella hacia arriba la retorció hasta conseguir despegar mis pies del suelo hasta quedarme en puntillas.

- ¿ Cómo tiene la sangre el lagarto?- decía mientras me mantenía casi en el aire.

- Fría, fría.- Respondí después de que me "chivaran" la respuesta a mi espalda.


Todos deseábamos que pasara cuanto antes aquel último curso para librarnos de tan cruel tiranía, pues sabíamos que aulas más abajo nos recibiría un profesor más joven, una bellísima persona que se volcaba con la juventud por valores como el deporte y la cultura. Aquel final de curso en el campeonato de deportes "inter-colegio", los chicos del  equipo de "futbito"- del cuál yo formaba parte como portero - daríamos lo mejor de nosotros mismos para demostrarle que incondicionalmente estábamos de su parte desde el primer momento. Y ganamos heroicamente la final por tres goles a cero. Yo terminé con mis codos, mis rodillas y unos pantalones cortos que ya habían dado lo suyo, totalmente desgarrados. Pero recorrí el patio de la escuela a hombros de mis compañeros con la pequeña copa plateada en mis manos, entre la algarabía común y hasta caer todos extenuados en la arena. Ese fue el broche final con el cuál nos despedimos de un tiempo que ya pasó.



Como todo, las cosas cambian sin apenas darnos cuenta, y en nuestro país las cosas estaban cambiando como siempre desde abajo. Eran las nuevas generaciones las que tendríamos que dar el salto y eso lo sabían muy bien quienes nos gobernaban, pues sólo el olvido, o el desconocimiento de otro tiempo, otras situaciones, permite el perdón y la reconciliación. La heridas de una guerra vivida entre hermanos únicamente pueden ser curadas por el perdón de los hijos, capaces de recoger un testigo sin rencor y con ilusión.


De esta manera comenzó en España la democracia, en las escuelas. ¿Cómo sino de otra manera? Y así fue, que debido a la popularidad que entre mis compañeros disfrutaba gané mis primeras elecciones como delegado de clase. Y creo que del todo no lo hice mal, pues ello no me granjeó enemistad alguna; más aún, si cabe, gané también la confianza de mi nuevo profesor.


Como he dicho antes era un hombre entusiasmado por la cultura y el deporte, y cuando tuvo que sondearnos para ver las actitudes artísticas de que disponíamos y así poder sacar adelante un grupo de teatro con el que presentar a nuestro colegio en el nuevo certamen de teatro que el "Ministerio de Cultura y Bienestar"promovía, organizó entre los alumnos una rueda de actuaciones - parodias preparadas por nosotros mismos - en la que destaqué por mis dotes creativas, interpretativas y de dirección. Fue mi primera obra y aún hoy me siento orgulloso, pues conseguí que toda la clase se desternillara con mis ocurrencias. Además me permitió conseguir el primer papel para la obra con que nos presentaría a concurso, y que entre otras cosas, hizo que me olvidara de lo que más odiaba de la escuela: las matemáticas.
El papel era largo, doce hojas manuscritas a bolígrafo en cuartilla cuadriculada por ambas caras, que mi nuevo profesor y amigo me ayudó a memorizar por las tardes después del tiempo de clase. Fueron horas y horas de explotar mi memoria y perfeccionar mis cualidades interpretativas, pero el resultado fue el esperado. Ganamos el segundo puesto del certamen, en competición con otros cuarenta colegios de otros tantos pueblos, siendo memorable la final que disfrutamos en uno de los teatros de la ciudad y que permitió que nos sacaran en el apartado cultural del hasta entonces único periódico local. La obra era una pieza teatral de un autor para entonces desconocido por la mayoría - imposible de censurar - que se llamaba Tagore. El título de su obra, de quien yo ejercía como primer actor, era: "El cartero del Rey".


jueves, 4 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles. (Sexus. Parte 2)





Y fue así, que aquella tarde de verano mis padres recibieron formalmente a sus futuros yernos.
Desde luego eran una pareja atípica. Uno, de lo más "beat", con su peinado a lo Paul McCartney, cara de niño bueno, camisa blanca de "chorreras"y pantalones de campana con botines negros de "chúpame la punta". El otro, grandes patillas que culminaban en la parte inferior de su mandíbula, pelo engominado peinado hacia atrás como en los años cincuenta y cara de pocos amigos.
A ambos les unía la amistad que desde siempre les propició la vecindad y un trabajo en común como monitores en una de las auto-escuelas que entonces existían en la ciudad.

Aparecieron en la tarde de un domingo caluroso de primavera buscando ligue por la pequeña carretera de acceso a mi pueblo, en la que se bifurca la" comarcal" que parte de la ciudad cinco kilómetros antes.
Las mozas salían de paseo por allí buscando ser cotejadas por alguien mejor que los mozos del pueblo, que las acosaban permanentemente durante la semana y de quienes pretendían librarse definitivamente, como del rígido y autoritario sistema familiar que de forma similar soportaban.
Y llegaron en su flamante "Ford" negro de arranque por manivela, con"frenos de asco"-como así se leía en uno de los varios rótulos que le habían pintado. Otro era: "Los Yeyés"- y un puñado de flores a lo "hippie" desparramadas por toda la carrocería. Entonces eran la bomba.
Mis hermanas se enamoraron al instante. Eran tan distintos a los otros chicos, que aquello fue suficiente. Pero estaba claro que los mozos de mi pueblo no iban a dejar que aquello fuera así como así, y a sabiendas de que más tarde o más temprano tendrían que pasar por el bar, donde mantenían su ambiente y se sentían fuertes, los esperaron pacientes para darles su bienvenida.

En aquella época, cuando las películas de acción eran "del Oeste", en todos los pueblos como el mio existían "los hermanos Clanton", que dirigían la pandilla más rastrera y violenta que pudiera existir. Coaccionaban al resto tratando de controlar el pueblo y sus mujeres.
Y eran mis hermanas pequeñas, precisamente, quienes entonces se encontraban al frente del negocio familiar, el motivo de su ambición, a la cuál ellas nunca asintieron. Así que el duelo estaba servido. "Doc y Wyatt Earp"- así me parecieron - tendrían que superar el primer y más duro de los escollos si querían un día poseer a mis hermanas.
Pero a parte de la ayuda incondicional que ellas les brindaran, disponían de un arma secreta infalible que les propiciaría el éxito seguro: uno de ellos, el más duro, cantaba flamenco- "Cante Grande", como le gustaba decir- tan bien como los clásicos; y pronto todo el pueblo se descubriría ante su voz rasgada y grave, potente, seria y vigorosa como un torrente. Tocaba todos los "palos" de forma precisa y cabal, seguro de su poderío, lo que aseguraba la sesión siempre que quería hasta altas horas de la madrugada, consiguiendo así que una noche tormentosa de principios de verano, cuando los truenos ensordecían y los relámpagos iluminaban el cielo como el sol al día, los Clanton riñeran entre ellos siendo despreciados por el resto, hartos ya de sus bravuconadas. Mi madre los echó del bar a patadas y empujones mientras seguían pegándose, llegando a revolcarse en la calle embarrada por la fuerte descarga de agua que estaba dejando la tormenta. Todos, incluido yo, que como otras noches acudiera con mi madre a cerrar el bar, salimos fuera para contemplar el espectáculo. Fue tan vergonzoso, que desde entonces cesaron en su hostilidad contra mis futuros cuñados.








Así se ganaron la confianza de mis padres, que empezaron a ver en ellos unos serios pretendientes.

Mis hermanas destacaban ambas, aunque por distintos motivos. La mayor de las dos era una auténtica belleza de mujer que cautivó desde el principio a ambos amigos. Y la pequeña, todo un carácter, de fuerte determinación y temperamento, terminó conquistando el corazón del "cantaor" por méritos propios, a pesar de su belleza inferior.
Así que aquel día todo estaba previsto. Era cuestión de formalidades, pues eso era lo que significaba la petición de mano a mis padres, los cuales bendijeron satisfactoriamente la unión con sus hijas.
Y ese fue el principio del fin del bar que mis padres regentaban, aunque todavía, durante algún tiempo mi hermano- el más pequeño que me precedía- se tendría que hacer cargo de él.
Recuerdo aquellos años como los más felices de mi vida, y mi hermano fue el artífice principal de aquella sensación. Era de verdad un cómico, el que más me ha hecho reír de cuantos he conocido. Su chispa y desenfado sólo estaban reñidos con su inconsciencia juvenil y sus ganas de independencia.








Era un auténtico camarero, dispuesto y habilidoso, que aprendió rápidamente todo lo bueno y lo malo del oficio antes de la mayoría de edad, pero sin el carácter suficiente como para hacer frente a todo un negocio por si mismo.
Todo un figura de la barra que saltó del pueblo a la ciudad para trabajar en el sector, en un momento de expansión donde las nuevas cafeterías imponían un ambiente hasta el momento desconocido y transformador. La arteria principal de la ciudad se convirtió así en un nuevo "boulevard" por donde desfilaba la noche con sus vicios y pasiones, como en cualquier otra época, y donde mi hermano, acostumbrado al jaleo cutre y retrógrado del pueblo, supo acoplarse a la perfección; tan bien, que no dejo pasar nada sin probar. Aficionado al juego y a la bebida y habituado a trasnochar, pronto tendría mas deudas que ganancias, pues era lo normal, que al salir del trabajo entrara en otro bar para continuar la noche entre humo de tabaco, ríos de alcohol y muchas, muchas partidas de cartas, para las que nunca tuvo buena mano ni mejor vista. Y comenzó a "resbalar" mucho antes de darse cuenta, que en una capital pequeña de provincia rápidamente todos se conocen. Para entonces ya se había recorrido trabajando todos los locales de alterne nocturno - bares y cafeterías existentes - pasando de unos a otros de conflicto en conflicto con sus jefes, y lo que era peor, con mis padres, que no hacían vida ni de su tiempo ni de sus pagas.
Con el tiempo el vicio del juego le abandonaría, más por la falta de recursos económicos que por su afición. Sin embargo, el pitillo y el alcohol nunca más lo dejaron para ser sus fieles compañeros de camino en adelante, donde las más de las veces ahogaría sus fracasos.
Pero como antes decía, era un cómico de verdad, que convertía sus aventuras en puro esperpento lleno de fantasías.
Aquella, como todas las noches, le esperaba sin dormirme como se espera el agua de Mayo, cuando a eso de las tres y media de la madrugada apareció embutido en unos flamantes pantalones vaqueros blancos- tal vez fueran los primeros que él se compraba- con los párpados inflamados por el alcohol y la voz quemada por el tabaco. Se quitó la ropa dejándola sobre la silla de la habitación, los
















pantalones colgando del asiento. Creí que había ido al servicio como hacía siempre antes de acostarse, pero al poco regresó de la cocina con una jarra llena de agua que vertió directamente sobre los nuevos vaqueros. Asombrado le pregunté por qué lo hacía, y la respuesta consiguió que aún me levantara al día siguiente riéndome por su ingenuidad: "estos pantalones- me dijo- hay que mojarlos bien antes de lavarlos para que cojan su forma y que se adapten bien al cuerpo. Chaval, que siempre tengo que estar enseñándote".
Siempre que lo recuerdo no puedo por menos que sonreír. Parece que lo estoy viendo todavía con aquellos pantalones blancos de campana y zapatos de plataforma, alguna camisa ajustada con cuello de picos y gafas a lo "Ray Bang": un auténtico esnob de su época.
Me entristeció mucho su partida del hogar para buscar trabajo en el Norte, pues perdí entonces mi único y mejor amigo. Él me enseño a jugar y a tener el sentido del humor necesario para poder sobrellevar esta vida, a veces tan dolorosa y amarga. Y de él heredé la ternura y el calor que mi madre no supo darme.
A partir de aquel momento, empezó realmente mi auténtica vida, cuando comencé a pensar de verdad y a defenderme por mi mismo; pero eso ya es otra historia.